miércoles, 8 de julio de 2015

MARCELO DIEZ, ALGO DE LA HISTORIA Y EL DEBATE. -- Revista Anfibia

Hace 20 años Marcelo Diez vive en estado vegetativo. Luego de intentar por una década todas las posibilidades de rehabilitación y de esperar 7 años más, su familia inició una lucha para quitarle la alimentación y la hidratación asistida. El Tribunal Superior de Justicia de Neuquén aceptó el pedido. El hospital se opuso aunque los peritajes muestran un daño cerebral irreversible. Hace unas horas, a partir de este caso la Corte Suprema de Justicia aceptó la "muerte digna". La especialista en bioética Florencia Luna y la cronista María Belén Etchenique narran la batalla de dos hermanas para que su hermano pudiera descansar en paz.


Bastaba con decir “El domingo, ¿en la chacra?”  y se organizaba un encuentro. Podía ser una comida, la celebración de un cumpleaños o el punto de salida para ir de viaje a la cordillera.

Ese domingo 23 de octubre de 1994, el sol caía vertical, achatando los edificios y volviendo las sombras más oscuras. Marcelo Diez atravesaba el centro de Neuquén en su Yamaha SuperTenere, cuando vio a su hermana Adriana parada en la puerta de un negocio. Bajó la velocidad y se acercó al cordón de la vereda. Hablaron poco. Ella le dijo que iba a comprar helado para el asado en la chacra. Él le preguntó cuántos iban a la comida. Cuando escuchó el número, le respondió que iba a comprar más carne. Puso en marcha la moto y ella lo vio alejarse.

Una hora más tarde, Adriana Diez conversaba con su hermana Andrea en la chacra de tilos y nogales. Ubicada a 14 kilómetros de la capital provincial, allí convivían Marcelo, Andrea y el novio de ella.
El sonido del teléfono interrumpió los preparativos para el asado.

—Uno de los nuestros tuvo un accidente —escuchó Adriana de la voz de su padre. No le preguntó quién era, cómo había sido ni dónde había pasado. Soltó el tubo y salió hacia la ciudad.

Encontró a su hermano tirado, boca arriba, en la Ruta Nacional 22, acompañado de policías y de un médico que pasaba por ahí de casualidad.

Adriana se abrió camino entre los policías.

—Es mi hermano —gritaba.

El médico la agarró de los hombros, la detuvo.

—No llores ni grites. Te está escuchando —dijo.
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Los primeros estudios médicos del Hospital Castro Rendón de Neuquén determinaron que Marcelo tenía traumatismo de cráneo, fracturas en la cadera, en el brazo izquierdo y en la mano. Quedó en terapia intensiva y fue operado. En el quirófano le soldaron los huesos del brazo, le pusieron un tutor en la cadera y le drenaron los hematomas de la cabeza. Había chocado de frente contra un auto, mientras intentaba pasar a un camión.

Después de 15 días en coma inducido, los médicos le retiraron las drogas y abrió los ojos. Despertó entubado, lleno de cables y monitores. No recordaba qué había pasado y por qué estaba en un hospital. Con señas pidió explicaciones. Adriana lo tranquilizó.

A pesar de las lesiones y de episodios de fiebre reiterados, durante varias semanas, Marcelo miró televisión, leyó revistas -sus hermanas se las sostenían y cambiaban de página cuando él les hacía un guiño-, respondió a las indicaciones de los médicos, permaneció consciente.

En aquellos días, su estado de salud parecía mejorar, y se pensaba en trasladarlo pronto a una sala común. Hasta que Adriana se despertó con el teléfono a las dos de la madrugada.

—Está muy mal—dijo su madre.

—¿Qué pasó?

Marcelo había contraído una infección intrahospitalaria que terminó en septicemia y le había provocado un ataque cerebral. El 8 de diciembre a su cuadro le correspondió un nombre: estado vegetativo.
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Hoy, veinte años después, está acostado en una cama de sábanas blancas y frazada amarilla. Tiene el pelo castaño,  corto y peinado en la parte superior hacia adelante. Los ojos, cerrados. La boca, abierta. Un hilo de saliva escapa por la comisura.

El brazo izquierdo aparece por sobre la baranda de seguridad de su cama. Lo estira y lo contrae en una secuencia repetida. El movimiento revela escaras que se extienden desde la axila hasta el codo. Los dedos de la mano están contraídos.
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Las fotos familiares lo reflejan joven, sonriente, con los pómulos macizos y el torso derecho, en dirección al frente. En el presente, su cuerpo es una estructura sin cimientos, sin puntal, que se vuelca a los lados y que precisa de otras manos para ser reincorporado.

Ocupa una habitación de tres por tres, en el primer piso, en el ala izquierda del centro médico Luncec, una organización dedicada a dar cuidados paliativos a pacientes con cáncer en Neuquén capital.

Una enfermera le afeita la cara, le cambia los pañales, lo baña y le da una dosis contra las convulsiones. Mientras la mujer lo asiste, una bomba mecánica tracciona alimento a través de una sonda de silicona a su estómago.

Las paredes que lo rodean están vestidas con paisajes recortados de revistas, un crucifijo con un rosario y un dibujo de la cara de Jesús. Al costado de la cama, una silla de ruedas. Dos veces al día lo sientan ahí. Lo sacan al patio, lo llevan al comedor. En el respaldo hay una campera para abrigarlo cuando hace frío.

A los cincuenta años, es el paciente X688.
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Después de cuatro horas de debate, en una sesión sin polémicas, el 9 de mayo de 2012, cincuenta y cinco senadores nacionales levantaron sus manos. Con ese movimiento, quedaba aprobada la ley nacional de Derechos del Paciente en Argentina.

La ley 26.742 contempla la muerte digna: permite a los enfermos terminales, con una patología incurable o irreversible, y a sus familiares rechazar los procedimientos que extiendan el sufrimiento o sean desproporcionados en relación con la perspectiva de mejoría. También incluye el derecho a pedir el retiro del soporte vital (alimentación e hidratación) cuando éste produzca como efecto la prolongación del cuadro terminal irreversible e incurable.

A pesar de la existencia de reglamentaciones jurídicas, desde una perspectiva ética la discusión de terminar o no con la vida de una persona no está zanjada: cada país aplica su propio criterio. Holanda, Australia y Bélgica aprueban el uso de la eutanasia, definida por la Organización Mundial de la Salud como la “acción del médico que provoca en forma deliberada la muerte del paciente”. En Latinoamérica, Colombia es el único país que la permite. En 1997, la Corte local liberó de responsabilidad legal a los médicos que apliquen la eutanasia a enfermos terminales que expresen su voluntad de terminar su vida. En Suiza no está legalizada pero tampoco tiene pena. En Estados Unidos, en lugar de hablar de eutanasia, se emplea el concepto de suicidio asistido. La diferencia está en quién ejecuta la muerte: es el paciente, no el médico. El profesional sólo brinda el tratamiento a seguir -en general, pastillas-  que el enfermo se autoadministra. Brittany Maynard, una estadounidense de 29 años enferma de cáncer terminal, concretó su suicidio asistido el 1 de noviembre de 2014. Su nombre volvió a poner sobre la mesa el debate del fin de la vida.
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En Argentina, el “caso Ángel Parodi” planteó por primera vez en la sociedad la pregunta “¿Qué hacer?”. Era 1995. Parodi, un marplatense de 63 años, con diabetes y una pierna amputada, se negaba en forma sistemática a quedar sin su otra pierna, gangrenada. Rechazaba la intervención jurídica, aún cuando comprendía que ponía en riesgo su vida. La Justicia, después de hacerle una serie de peritajes psiquiátricos y psicológicos, convalidó su derecho a rechazar un tratamiento médico. Tres días más tarde, falleció. Más cerca en el tiempo, pedidos de padres o familiares de terminar con la vida de sus seres queridos pusieron el tema en agenda. Un caso testigo fue el de Camila Sánchez, una beba que nació en estado vegetativo. Durante tres años, su madre, Selva Herbón, golpeó puertas de jueces y legisladores para relatar la agonía de su hija y pedir que le pusieran fin a su tortura. Camila falleció en junio de 2012. Su historia impulsó la sanción de la “ley de muerte digna”.

Las decisiones sobre la vida y la muerte de un paciente suelen estar atravesados por una fuerte politización. Algunos llegan a puntos extremos:  el de Terri Schiavo, una mujer que permaneció en estado vegetativo durante 15 años, desencadenó una batalla legal entre los padres y el marido de ella, por el quite de las sondas de alimentación, que terminó con el presidente de los EEUU, George Bush, opinando. Incluso, en 2003 se elaboró una ley (“Terri”) en la que se involucró hasta el Vaticano.
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La chacra que antes del accidente era el punto de encuentro entre amigos y familiares se transformó en una clínica. A la casa principal, se le agregaron otras dos: una para los padres y otra para Marcelo. Se contrataron enfermeros para asistirlo durante las 24 horas, fonoaudiólogos y kinesiólogos. La familia perdió la dimensión de cuánto invirtió en cuidar y estimular a Marcelo. Las hermanas dicen que es mucho, muchísimo. ¿Cuánta plata? No saben. Pero Adriana le entregó a su abogado Lucas Pica dos bolsones de arpillera rellenos de recibos y comprobantes del tratamiento.

Durante 14 años intentaron rehabilitarlo. Le acercaron diferentes olores a la nariz para despertar su olfato. Le pusieron miel, jugos y dulces en los labios para recuperar la capacidad de tragar. Le colocaron en las manos un botón para que pulse (a modo de respuesta a las preguntas de los médicos); le pidieron que siguiera la dirección de un objeto con las pupilas; insistieron en que restableciera algún tipo de comunicación -aunque fuese mínima- con los dedos. Ninguno de los intentos tuvo respuesta.

El único movimiento, el del brazo izquierdo.

Marcelo lo estira y lo contrae, en una inanimada secuencia repetida.

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—Marcelo Diez no existe. El que está ahí no es mi hermano. Él se fue hace muchos años. Lo único que merece es pasar a un estado mejor.

Adriana trabaja como contadora en una oficina de Puerto Madero. Es alta, rubia, su pelo, lacio y largo. Usa lentes de sol, colocados como vincha. Sus ojos celestes son similares a los que tenía Marcelo en los álbumes familiares.

A los doce años de que su hermano viviera en estado vegetativo empezó a darse cuenta. Los ejercicios de estimulación con kinesiología y fonoaudiología no generaban avances; le inyectaban botox en las manos en un intento vano de relajar la atrofia. Los médicos repetían “hay que esperar”.

Adriana le hablaba, lo acariciaba: “¿Esperar qué?”.

—No vengo más. No puedo verte. Me voy a vivir a Buenos Aires —le dijo a Marcelo en 2006, sentada al pie de la cama.

A los tres años, ya instalada en el barrio de Palermo, leyó en Clarín sobre Eluana Englaro, una mujer italiana que llevaba 17 años en estado vegetativo; casi lo mismo que Marcelo. El padre de la joven reclamaba el derecho de su hija a morir.

En la nota, Carlos Gherardi, uno de los expertos en bioética más reconocidos de la Argentina, explicaba que en los estados vegetativos persistentes está aceptado el retiro de la alimentación enteral, con el consentimiento escrito de la familia. “No es dejar morir, si no permitir morir”, diferenciaba.

Adriana visitó a Gherardi en una oficina en el Hospital de Clínicas de la ciudad de Buenos Aires. Hablaron de su hermano y, frente a las respuestas del médico, reafirmó lo que había leído. Volvió a su casa y sacó un pasaje a Roma; quería hablar con su hermana Andrea, la menor, quien vivía allí desde 2002.

—Era primavera, era Villa Pamphili -uno de los parques públicos de la capital italiana- y era el primer mes de mi embarazo —cuenta Andrea.
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Ahora vive en Quito, Ecuador. Su tono de voz blando, didáctico, como maestra de grado, equilibra la imagen infantil reflejada en su cuerpo menudo, las líneas redondas de sus pómulos y sus ojos achinados.

—Esa tarde, con Adriana, pudimos por primera vez en 15 años decirnos: “Marcelo no hubiera querido estar vivo de esta manera”.

Adriana volvió a Buenos Aires y, en representación de la familia, pidió no le suministraran antibióticos en caso de infección. Tiempo antes, había escrito en la historia clínica que se negaba a la colocación de respirador y a maniobras de resucitación si ingresaba en terapia intensiva.

—Ninguno de nuestros pedidos fueron respetados. En el Luncec siempre se negaron —dice Andrea.

Las instituciones suelen oponerse por cuestiones legales, temores morales y, en algunos casos, los beneficios económicos que supone la permanencia de los pacientes. Los centros médicos son actores relevantes. Su obligación es velar por el bienestar de los pacientes. Pero hasta dónde puede prevalecer su postura por sobre la de la familia. Los comités de Bioética suponen que si no hubieran manifestaciones claras previas, las personas más cercanas son quienes pueden interpretar mejor cuáles son los intereses de sus seres queridos. Al mismo tiempo, tampoco hay un principio absoluto y la toma de una decisión no goza de niveles absolutos de certeza.   

Con la negativa del Luncec en el horizonte, las hermanas solicitaron peritajes para tener la certeza de que Marcelo no se recuperaría. Los informes fueron terminantes. La resonancia nuclear magnética realizada por el Cuerpo Médico Forense mostró un daño cerebral irreversible. Paradas sobre esa seguridad, exigieron a los médicos que le retirasen la alimentación e hidratación.

“No está en una situación terminal, menos aún en una situación agónica. Este año tuvo una salud envidiable, porque no sufrió ni un resfrío y además toda la asistencia que se le da no es desproporcionada”, dijo el obispo de Neuquén, Virginio Bressanelli, mirando a cámara en una filmación hecha por estudiantes de periodismo de la Universidad Nacional del Comahue.

Lo repitió en la homilía del 24 de abril de 2013: ” Deben ser escuchadas las personas que lo atienden, la nueva familia que encontró en el Luncec, no su familia de sangre”.

Marcelo se transformó en un símbolo, en un motivo de lucha, en un cuerpo en el que algunos veían vacío y otros señales. Un ente que dividió la provincia en dos: a favor y en contra.

Mientras Andrea y Adriana recurrían a la Justicia, en Facebook alguien abrió la página No maten a Marcelo. Casi mil personas se sumaron y las hermanas Diez se convirtieron en enemigas. “Todos los que conviven y conocen de cerca al joven neuquino se oponen a la llamada muerte digna que quieren aplicarle. Pese a su discapacidad severa tiene buena salud, no está conectado a nada, le gusta recibir cariño y escuchar música de los ’80, reacciona a ciertos estímulos y puede comunicarse”, se lee en la página. Pero según un informe pericial del Gabinete Médico Forense, hecho en noviembre de 2009, Marcelo es una persona “sin conciencia de sí mismo o de su entorno, incapaz de interactuar con otros y de sostener una respuesta sostenida, propositiva y voluntaria al estímulo visual, auditivo, táctil o nociceptivo (estímulo a través del dolor)”. Mientras tanto, los mensajes saltaron de la pantalla a las calles. Grupos sin cara, sin firma, hicieron de las fachadas de las casas de la ciudad un lugar en el que oponerse al pedido del cese de la alimentación e hidratación artificial. “Marcelo Vive, Neuquén resiste”, “Muerte indigna”, “A Marcelo lo mata el Estado”, fueron algunas de las pintadas.

Estos sectores “defensores de la vida” -como se autodenominaron- encabezaron también un abrazo en la puerta del Luncec. Alrededor de 70 personas rodearon el edificio, cantaron y rezaron. Un grupo entró al centro, alguien abrió la puerta de la habitación de Marcelo: varios lo vieron y lo tocaron.

—Dicen que conocen a Marcelo cuando solo vieron un cuerpo que respira —comenta Andrea—. No saben quién era, lo que quería. No tienen idea de la cara que ponía al sonreír. 
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¿Qué dice la bioética en un caso como el de Marcelo? ¿Qué hacer cuando una tecnología salva de la muerte a una persona pero no la rescata a la vida? ¿Se debe priorizar cantidad o calidad de vida? ¿Cómo se evalúa esa calidad?  ¿Es lo mismo omitir que actuar? ¿Hasta dónde se debe seguir?  ¿Quién debe tomar la decisión? ¿Los médicos, los familiares?

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Las situaciones varían. Algunas personas conscientes, se niegan a un tratamiento o piden se les retiren aparatos de sostén. Otras no disponen de autonomía para expresarse. 

Desde la perspectiva ética resulta fundamental considerar la autonomía del paciente, los deseos previos y, también, cuáles son sus mejores intereses. Las directivas anticipadas (los documentos en los que la persona anticipa qué se debe hacer con su cuerpo) son una herramienta clave y no sólo tienen valor moral; en la actualidad  tienen estatus de legalidad. Estos son casos de resolución “relativamente fácil”.

Pero, ¿qué hacer cuando un paciente nunca fue competente, o tan joven que nunca se planteó este tipo de reflexiones? ¿Hasta dónde puede forzarse una existencia que se mantiene en forma artificial y que no tiene perspectiva de mejora? Si no se conocen los deseos expresos, resulta muy difícil tomar ciertas decisiones vitales, pero ver agonizar a un ser querido también puede ser lacerante.

La bioética también plantea como elementos fundamentales evitar abusos y proteger a estas personas en situación de vulnerabilidad; y, al mismo tiempo, respetarlas.  Frente a un país difícil en un contexto de grandes desigualdades, con una pluralidad de valores, se busca una respuesta humana y compasiva.
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“No puede hablar, no puede sentir, ni comer, ni controlar ningún músculo de su cuerpo ¡No importa! No puede pensar, ni siquiera darse cuenta que está vivo. ¡Qué te importa, si respira por sí mismo! La tecnología médica había ganado una batalla contra la muerte. Debía estar feliz”, se lee en uno de los tantos documentos de Word que Andrea escribió para procesar el estado de su hermano.
“En esa época yo también creía que podía conformarme con que mi hermano estuviera vivo. Me llevó más de diez años admitir que ese cuerpo que respiraba por sí mismo ya no era Marcelo”.
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Marcelo Andrés Diez nació el 20 de agosto de 1964. Fue el primer hijo de Trude, repostera, y Andrés, dueño de una concesionaria de vehículos en Neuquén. Un año más tarde llegaría Adriana; tres después, Andrea. Los hermanos se criaron en una casa ubicada al norte de la ciudad de Neuquén, cerca de las bardas, barrancas características de la meseta patagónica. En la infancia jugaban a cazar lagartijas, bañarse en los canales del río Limay y tirarse calle abajo con carritos de rulemanes. 

Contador público, director de su propia concesionaria, Marcelo pescaba, esquiaba, hacía trekking y andaba en kayak. El fanatismo por los autos y las motos ocupaba otra porción de su vida. La pasión la había heredado de su padre, que solía llevarlos a él y a sus hermanas a las carreras de TC 2000.
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Andrés jamás perdió la costumbre de hablar de automovilismo con su hijo. Aun con Marcelo en estado vegetativo e instalado en la chacra, seguía comentándole los artículos que se publicaban en las revistas especializadas y le mostraba fotos de modelos nuevos. Había dejado de trabajar para dedicarse en forma exclusiva al cuidado de él.

—Mi madre siempre decía que no quería que Marcelo se fuese antes que ella. Después de siete años con cáncer, falleció en 2003 —dice Adriana.

Tras su muerte, las hermanas iniciaron una búsqueda de instituciones en Neuquén y lo internaron en el centro Luncec.
Al padre lo trasladaron a una casa en la ciudad. Todos los días, de 8 de la mañana a 8 de la noche, Andrés visitaba a Marcelo, se sentaba junto a su cama, le limpiaba la cara con un pañuelo y le tomaba la mano. Esa rutina se repitió durante cinco años, hasta 2008, cuando tuvo un infarto y murió.
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Cuando vieron la publicación de la ley, Andrea y Adriana pensaron que la lucha había terminado. Su solicitud ya había sido respaldada por los comités de bioética de la Sociedad Argentina de Terapia Intensiva, que consideró que era “éticamente aceptable limitar el soporte vital permitiéndole una muerte digna y evitando la mantención de la vida con alto costo moral”; del Incucai, que sostuvo que “no se trataba de ponerle fin a la vida de Marcelo Diez si no de legitimar, en forma moral, el permitir que la muerte acontezca sin interferencia tecnológica”; y de la Subsecretaría de Salud de Neuquén, que afirmó que “no existía conflicto ético entre la indicación médica de suprimir las medidas de soporte vital, la voluntad de la familia y las recomendaciones de las sociedades científicas”.

Nada de eso alcanzó: el caso ya estaba judicializado.

Y si bien el Tribunal Superior de Justicia de Neuquén dio lugar al pedido de las hermanas, fundándose en la 26.742, el curador designado para el juicio y el representante del Ministerio Público de Incapaces interpusieron recursos extraordinarios que hicieron que el debate llegase a la Corte Suprema de Justicia.

En abril de 2014, la procuradora general de la Nación, Alejandra Gils Carbó, confirmó la sentencia del tribunal neuquino y recomendó a la Corte avalar la solicitud de la familia. El martes 7 de julio de 2015, el máximo tribunal reconoció el derecho de Marcelo Diez de decidir su muerte digna al “garantizar que se respete la voluntad de una persona para que suspendan las medidas que desde hace más de 20 años prolongan artificialmente su vida”.

***
Sentados en el auto, esperaban que su madre regresara del negocio al que había entrado para hacer una compra. En aquel agosto de 1978, Marcelo tenía 14 años; Adriana, 13. Leían la revista Selecciones. La publicación estaba abierta en una página con una foto de Karen Ann Quinlan, una chica estadounidense de ojos claros, piel pálida y pelo castaño que, después de estar en estado vegetativo, había sido desconectada. La nota relataba su agonía y el debate sobre el derecho a morir.

Treinta y seis años más tarde, Adriana recuerda cómo Marcelo la miró a los ojos.

Sus palabras.

—Si me pasa algo así, me dejás morir —le dijo.

Ahora, sentada en la sala de reuniones de su oficina se le humedecen los ojos y las líneas de expresión se arrugan en un gesto de angustia.

—Se lo debo. Él me lo pidió —dice.

A sus espaldas, hay una pizarra con gráficos y números. La frialdad de los símbolos contrasta con la tristeza, en primer plano, de su cara.

—Antes de morir, le prometimos a mamá que íbamos a cuidarlo. En ese momento no le dijimos cómo, pero creo que lo hicimos.
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