lunes, 15 de enero de 2018

ALGUNAS RAZONES QUE EXPLICARIAN LA VIGENCIA DE RODOLFO WALSH -- DEL COHETE A LA LUNA


 

Le gustaba contar que, cuando nació —una
mañana fría, hace noventa y un años y monedas—,
 una vecina recomendó a su madre que lo
envolviese en papel de diario. La comadre esgrimía
un tenue argumento científico: según ella, la tinta
de la edición impresa conservaba el calor. Y Walsh
repetía la anécdota, con una puntada de cierre que enhebraba ese comienzo con su destino. “Nunca
tuve otra opción”, le decía a los amigos, “estaba
 condenado a ser periodista desde la cuna”.
La historia me sigue conmoviendo. Pero en estos
 días me movió a preguntar: ¿cuántos jóvenes —de
 los de hoy, de los que vendrán— pescarán de aquí
en más la asociación entre el periodismo y ese
anacronismo que es el formato diario? Aquel mundo
ya no es este mundo. El papel sufre un éxodo de la
profesión cada vez más pronunciado. Pronto no habrá quienes vinculen periodismo con edición impresa.
 (Ustedes, por cierto, están leyendo esto sobre un
soporte electrónico.)
En estos días vi muchos homenajes por las redes,
 disparados por su natalicio: Rodolfo Walsh nació
en Choele Choel el 9 de enero de 1927. No me
 sorprendió. Pocas figuras del pasado reciente
 resuenan mejor en la caja hueca de estos días.
Pero llamó mi atención que la mayoría de esos
momentos eligiese ilustrarse con imágenes arcaicas,
 carentes de poder y seducción; aquella parte de la imaginería de los ’70 que nunca retornará, ni
 siquiera como moda. Durante un instante irreflexivo,
temí que Walsh conservase relevancia tan sólo para
 sus coetáneos. Se me pasó rápido. El año pasado
 tuve el descaro de escribir una novela sobre el
joven Walsh. Las reacciones más numerosas y
entusiastas que recogió mi libro provinieron de
lectores de veinti o treintaipico, algunos de los
cuales —lo descuento— no deben haber sostenido
nunca un diario en sus manos.
La figura de Walsh perdurará. Adelanto una razón,
de comprobación empírica sencilla: lean el termómetro
de la virulencia con que los mediocres de hoy lo atacan todavía, como si estuviese vivo. Cuando lo nombran,
sus voces se abrasan y sus facciones se crispan en
rictus. Lo denigran escribas cuyas frases legibles
(que, ay, no son muchas) no resisten comparación
con su escrito más flojo. Si no contásemos con mejor
criterio de medición, este debería bastarnos: a juzgar
 por el modo en que aún irrita a los enemigos de la
 causa popular —que lanzan a sus perros negros a chumbarle a una sombra—, deben sentir que
Walsh los desnuda en su venalidad y falta de
 talento… o bien que todavía es peligroso. Actúan
como si temiesen que nos hubiese legado un
mensaje secreto, una clave a ser desencriptada
recién ahora, a cuarenta años de su fusilamiento
en plena calle.
Lo cual conduce a una segunda explicación de su
vigencia, más inquietante y —al menos para mí—
más interesante. Yo creo que Walsh representa algo
que no estuvimos en condiciones de ver, durante la
Argentina democrática 1984-2015: el argumento en
 favor de la demanda de cirugía mayor, y en
carácter de urgente, sobre las raíces de este
país conservador.

Un piedrazo contra las vidrieras
No olvidemos que Walsh arrancó jugando para el
 equipo contrario. Y lo admitía sin medias tintas:
 “Yo fui flor de gorila en el ’55”. Lo cual significa, para
ponerlo en criollo, que había sido partidario de los que bombardearon la Plaza y fusilaron inocentes en un
 basural. Por esa época también se manifestaba
admirador de Borges, a quien consideraba
“el escritor argentino más talentoso y lúcido de hoy”.
Este fue uno de los motivos que me impulsó a escribir
sobre el Walsh joven, que a los 29 años arribó a un
sendero de su vida que se bifurcaba en direcciones contrapuestas. Pensé que El negro corazón del
crimen podía seducir a un/a lector/a que encuentra intolerables los errores y limitaciones del peronismo,
como el Walsh de entonces; pero que también estaría abierto/a a aceptar que el bando que se vendió a
sí mismo como alternativa superadora podía constituir,
más bien, una opción atroz. Lectores que, como
 Marcelo Rizzoni —a quien Walsh bautizó “el terrorista Marcelo” en Operación masacreconfiaron en que
después del peronismo mejorían las cosas.
“Teníamos la secreta esperanza de que todo iba a
cambiar, de que se conservaría lo bueno que hubiera quedado y se destruiría lo malo”, dice Walsh que
le dijo Rizzoni.
En el ’55 no ocurrió así. Ahora tampoco.

El joven Walsh
Lo que Walsh hizo entonces fue pegar un viraje que
no podía ser más tajante. El motor fue la indignación:
a medida que investigaba quiénes eran las víctimas —laburantes en su mayoría, inevitablemente peronistas—
 y las circunstancias de los fusilamientos del ’56,
la rabia lo empujó a saltar por encima del decorado
de sus prejuicios. Lo que había ocurrido —lo que
 estaba develando y develándose— era una injusticia
tan tremenda, que no podía justificarse por razones
políticas; se parecía más a una afrenta a la humanidad
toda. (No es casual que ya en los primeros artículos que dedicó al tema lo haya asimilado a los crímenes nazis.)
Esa conciencia nueva supuso el fin del Walsh que
escribía cuentos policiales, competentes pero tranquilizadores, y el advenimiento de un escritor nuevo;
 uno que seguía contemplando la realidad del crimen,
pero a través de otro prisma. Su biógrafo Michael
McCaughan explica que Walsh entendió, a partir
de los fusilamientos, “la compleja red de conexiones
que diferenciaba la injusticia sistemática de los
 actos de individuos despreciables”.
A partir de entonces, puesto ante la disyuntiva de hacer
lo que se esperaba de él o actuar como se lo dictaba su conciencia, cortó amarras con casi todo. Cambió como periodista (puso en riesgo su carrera), cambió ideológicamente (puso en riesgo su vida), cambió como escritor — cambió de vida.
El de Walsh es un arco dramático digno de una ópera
 o del cine de David Lean. Su conversión fue tan
brusca y tan completa como la de Saulo de Tarso,
que pasó de perseguir cristianos a predicar la fe
de Cristo. Tampoco hay que olvidar que terminó
 siendo fusilado a su vez, y por lo tanto abrazando
el destino de aquellos pobrecitos para los que había reclamado justicia toda su vida. El volantazo al
destino lo emparenta asimismo al Cruz de
José Hernández. Aquel que decía
Cruz no consiente / que se cometa el delito /
 de matar ansí a un valiente,
sólo que en Hernández el valiente era Fierro
y en vida de Walsh el pueblo peronista.
A esa altura ya había escrito varias de las páginas
 más maravillosas de nuestras letras, entre ellas
cuentos mejores que algunos de Borges. A quien
habrá terminado irritando, porque no sólo le mojó
la oreja como escritor: Walsh vivió un destino a
 la altura de los mejores personajes borgianos.
Meses atrás escribí este texto —que reproduzco
en bastardillas— para la revista Tram(p)as de la
Universidad de La Plata.
……………………………………………….
Hace pocos años se hizo una encuesta entre 
gente del medio, en busca del mejor cuento
de nuestra historia. Y en primer lugar quedó un 
relato de Walsh, Esa mujer. ¡En el país de Borges,
a quien el mundo considera nuestro cuentista excelso,
 las mayorías del mundo cultural creemos que el 
cuento más relevante y perfecto lo escribió Walsh!
Ese fue un piedrazo contra la vidriera de las academias 
y del poder político al cual traducen. Y no fue un capricho
ni la expresión de una rebeldía inútil: fue, más bien, 
el piedrazo justo, como aquel con que David volteó 
a Goliat. Porque, así como Operación masacre lo 
había hecho antes, Esa mujer tornó inútil, por caduca,
 la organización de la Biblioteca de Babel. Porque, 
por sí solo, Esa mujer denunciaba la Operación
 Borges y la anunciaba superada, dando paso a
una época nueva.
Lo que la academia y el poder establecido pugnan
 por frenar desde hace décadas es el advenimiento de esa época.
…………………………………………………
Por eso Walsh sigue siendo el secreto mejor
guardado de la literatura argentina.

El estilo nunca es neutral
Al cambiar de ideas, Walsh se convirtió en un
escritor distinto. (E infinitamente superior, porque
desde ese nuevo lugar de su alma creó algo que,
por primera vez, era relevante en vez de una cruza
anodina entre Borges y Ellery Queen.) Desde esa
 jugada anunció que había comprendido que todo
era político. Hasta la literatura. Y hasta la literatura que pretende no ser política. Tengo un amigo que dice a menudo: El estilo nunca es neutral, y yo insisto en
 darle la razón. Todo lo que hacemos o callamos es
político por acción u omisión. Lo mismo puede
predicarse del voto en blanco: la neutralidad no existe,
es una ingenuidad, el voto siempre beneficia o
perjudica a alguien concreto, con nombre y apellido.
Con Operación masacre —y de allí en adelante,
 incluyendo la Carta abierta de un escritor a la 
Junta Militar—, Walsh se desmarcó de la literatura
 que se pretendía apolítica de modo mendaz y se
 inscribió en una línea central de nuestras letras:
la literatura de la resistencia, lo que se escribe
desde los márgenes, fuera del establishment y contra el establishment. (Tanto político como cultural.)
A partir de entonces, todo lo que escribe —del género
que sea— asume la realidad de su tiempo y la
metaboliza, para convertirla en un discurso (ese es
el deseo, al menos) transformador. Ya sea que
borronee un cuento, un artículo o una proclama,
le aplica siempre el mismo rigor: el texto debe ser
económico pero elegante, preciso pero con vuelo,
simple de verdad —estaría bueno alcanzar a los que
 no leen habitualmente, aquellos para quienes nadie
 escribe— pero con gracia.
………………………………………………
En Walsh convive la persecución del párrafo perfecto
 con el ansia de que ese lenguaje interpele y
 modifique la realidad de la que participa lo quiera o no,
 lo busque o no. Walsh trabajaba para producir el mejor 
relato posible, convencido de que la perfección de ese
relato colaboraría con la construcción del mejor mundo posible; puede sonar a utopía, lo entiendo, pero si no hablamos de utopía cuando nos referimos al arte,
¿de qué demonios estamos hablando?
Me gustan los artistas que me impulsan a escribir mejor.
Pero los artistas que me inspiran son los que me
 impulsan a vivir mejor.
Yo siento que Walsh escribía para mí. No sé para 
quién escribía Borges. El Viejo era un maestro,
no seré yo quien lo niegue. Pero convengamos que 
la mayor parte de las veces hablaba de cosas que
nos tienen sin cuidado y que podemos dejar atrás
 sin resaca alguna, apenas cerramos el libro.
La obra de Borges es un artefacto cultural
 tranquilizador, me conforma en tanto se cierra
en sí misma y no dialoga con un mundo que no
 puede estar más distante de sus intereses.
Cuando busco inspiración prefiero los libros que 
me parten la cabeza, que se desgarran a sí mismos
en el proceso de contarse —como la voz de
Bob Dylan, como Operación masacre— y que
también me desgarran y me dejan irreconocible
hasta que recupero la forma humana y consigo
contarme nuevamente.

To hunt shadows
Desde que Walsh asumió que todo lo que escribía
era político, la tentación es enfocar su accionar
como militante y analizar cada texto en función de
esa praxis. Yo prefiero el camino inverso: apostar
a que Walsh era mejor político cuando escribía que
 cuando actuaba, y a que la parte más perdurable
de su legado —la parte que aún inquieta a los
perros negros— no se encuentra en su historia
como montonero sino en sus textos. A veces me
pregunto si no ocultó pistas a la vista de todos, al
mejor estilo de La carta robada y su admirado Poe.
Más allá del mero análisis literario, ¿qué nos dice hoy,
qué herramientas políticas ofrece esa escritura?
Lo que propone es, primero, un axioma que establece condiciones a la tarea: El periodismo es libre o es una farsa, dice (podríamos cambiar periodismo por
literatura, o política por periodismo, y seguiría
funcionando), frase que desactiva de un plumazo
el discurso de los grandes medios. En segundo
término, describe el plan económico de las clases
dominantes en su desnuda esencia, de un modo
que nunca pierde actualidad. Así lo hizo en la
 Carta abierta de un escritor a la Junta Militar,
 fechada en el primer aniversario del golpe.
Miseria planificada, lo define. Congelan salarios
a culatazos mientras los precios suben en la
punta de las bayonetas, dice. El mundo habrá
 cambiado en muchos aspectos, pero las
apetencias de nuestros explotadores
siguen intactas.
En tercer lugar, establece las características del
colectivo político que lleva adelante ese plan
 económico. “Que esa clase —habla de la
oligarquía— esté temperamentalmente inclinada
al asesinato es una connotación importante,
 que deberá tenerse en cuenta cada vez que se
encare la lucha contra ella. No para duplicar sus
hazañas, sino para no dejarse conmover por las
sagradas ideas, los sagrados principios y, en
general, las bellas almas de los verdugos”.
Por supuesto, ser libre para ejercer el periodismo, la literatura o la política supone un precio. En la biografía de Walsh que escribió Michael McCaughan, Horacio Verbitsky dice:
“Era de una austeridad impresionante. Tenía dos
camisas, dos pantalones, un par de zapatos, un
saco y una corbata… Tomaba el vino más común
que había, comía milanesas todos los días…
 No sé si era un exceso. En medio de tanto
pelotudo frívolo que había suelto por ahí en la
literatura, en la política y en la militancia, su
 ascetismo no era un exceso, al contrario: era un alivio”.
Pero eso no significa necesariamente dogmatismo ni autoflagelación, sino el desprendimiento consciente
de todo aquello que ata y limita el objetivo último de
un artista o un periodista: alcanzar una verdad
genuina y expresarla sin condicionamientos.
Esa fue otra de las razones que me convenció de
escribir la novela. Quería contar que existió otra
 forma de ser periodista / artista, que no es
precisamente la que está en boga. En una carta que
le dirigió a su amigo Donald Yates, académico estadounidense, el 1 de marzo del ’57, explicaba
las condiciones en que desarrollaba la investigación
que devendría Operación masacre: “Hace tres
meses que vivo en un infierno. La mayor parte del
tiempo fuera de casa. Pero estoy haciendo lo que
 siempre quise hacer, trabajando en un caso
 verdadero y con éxito. Esto se está poniendo cada
 vez más sensacional… Por favor, no creas que
estoy loco”. Pocos meses antes, en enero de ese
año, le había confesado: “Todos piensan que es
demasiado peligroso. Pero yo no. Yo quiero
que se sepa”.
Una poesía de adolescencia, escrita en inglés,
suena anticipatoria:
Not to know peace ever / To hunt shadows / to be
hunted at my turn / Is a cruel fate.
(“No conocer nunca la paz / perseguir sombras /
 ser perseguido a la vez / es un destino cruel”.)
 Pero a la luz de la experiencia de Operación masacre,
Walsh entrevió que existía una suerte peor.
“El campo del intelectual es por definición la
 conciencia”, publicó el primer día de mayo de
 1968 en el semanario de la CGT de los Argentinos.
 “Un intelectual que no comprende lo que pasa en su
tiempo y en su país es una contradicción andante, y
el que comprendiendo no actúa, tendrá un lugar en la antología del llanto, no en la historia viva de su tierra”.
Walsh estaba en sincronía con su tiempo, atento y
sensible a los perfumes de la realidad. En marzo
del ’76, entreviendo la que se venía, dijo:
“Si estos llegan a ganar, el país se va a
poner irrespirable”.
Esas palabras tampoco envejecieron.

El árbol que no cae
La lección que yo desprendo del cambio del Walsh entre Variaciones en rojo (1953) y Operación
masacre (1957) no es literaria en sentido estricto,
sino política en sentido amplio.
………………………………………………………..
Walsh se convierte en un escritor genial cuando
encuentra una historia real que le parece más 
importante que su proyecto como escritor;
cuando pone su estilo no al servicio de un modelo
 literario sino de gente con nombre y apellido,
cuya vida le parece más importante que el mejor
de los libros; cuando decide estar a la altura no de
su costado más mezquino, del que ningún escritor
 se libra, sino de su sentido de justicia, su parte más generosa.
La última obra suya con la que contamos es la
Carta abierta a la Junta Militar, que distribuía por 
buzones cuando cayó en una celada y se resistió,
el 24 de marzo de 1977. En ese testamento eligió
definirse de un modo inequívoco: pudo titularla
 Carta abierta de un periodista, o de un montonero,
de un clandestino, o de un peronista. (A esa altura 
ya había completado su parábola en términos
políticos.) Pero decidió llamarla Carta abierta de un
escritor, en la certeza de que ese oficio terrestre lo
definía mejor que ningún otro; el mismo oficio, 
precisamente, que practicó con una excelencia
que tantos quieren negarle aun hoy.
 ………………………………………………
La figura de Walsh se agigantará, porque conecta
con una necesidad que empezamos a identificar
recién ahora: la de bregar por un cambio más profundo
que el que deriva de la mera alternancia electoral.
Un sacudón que cambie estas reglas del juego a
las que hemos venido ateniéndonos como el mejor
alumno, aunque la derecha las irrespeta siempre;
el pushque precisamos para rediseñar la estructura
del poder en este país de una buena vez y ya no volver
a ser entrampados por los victimarios de siempre.
Para lo cual no alcanza con ganar una elección
por tres puntos, y ni siquiera por diez. Habría que
confluir en un movimiento que tenga legitimidad
democrática y, a la vez, el ímpetu de una revolución.
Lo cual puede sonar irrazonable, pero quizás no lo
sea en el marco de la devastación que dejará la administración Cambiemos. Al paso que vamos,
no me extrañaría que empezásemos a recordar el
2001 como un picnic.
En este contexto, los escritos de Walsh reverdecen.
 Expresan un clamor de justicia que viene desde los
 albores de esta tierra (la novela que no le dejaron
terminar atravesaba nuestra historia), con las
mejores
 armas del arte, que —como todo lo demás— no
 tienen por qué ser patrimonio de la oligarquía.
…………………………………………………
Según un sobreviviente de la ESMA, el oficial 
Ernesto Weber confesó su crimen: “Lo cagamos a
 tiros y no se caía, el hijo de puta”. El hijo de puta en
cuestión, aquel árbol que se resistía a los hachazos,
era Walsh. Ese día de marzo del ’77 se enfrentó solo
a un grupo de comandos, que lo emboscaron en la
esquina de San Juan y Entre Ríos, armado con una
pistola de pequeño calibre. Y resistió los balazos hasta ganarse la admiración de sus enemigos, que
Weber expresó con renuencia.
 Además de matarlo, esos comandos se apropiaron
de los bienes del escritor, entre los que figuraban 
relatos de ficción. Este dato, el de los asesinos que
 robaron cuentos y el germen de una novela, me hizo
 pensar en los escritores inanes que hoy abundan.
 Estoy seguro de que los asesinos no estaban en 
condiciones de valorar una pieza literaria, pero de
algún modo entendían que algo en apariencia tan
 nimio como un cuento podía hacerles, a la larga,
 un daño considerable.
 Si la violencia arrasase otra vez la Argentina,
¿se preocuparían los asesinos por destruir los textos
de algún narrador contemporáneo? Buena parte de los narradores de hoy parecen haber asumido que el libro 
es un artículo suntuario y frivolizan sus ficciones para asemejarlas a un bien de consumo: escriben para
un público al que le sobra un poco de dinero para
dedicar a la cultura. Llenan páginas con divertimentos, ejercicios de estilo que nunca deberían haber 
cruzado los umbrales del taller literario, o en su
defecto producen textos áridos con los que
persuadirnos de que hablan de temas importantes
cuando, seamos honestos, están a años luz de 
cualquier cuestión trascendente.
Esos escritores no interpretan las necesidades
profundas de los lectores, porque dejaron de
interpretar las suyas propias. Durante siglos los 
escritores relevantes fueron aquellos que estaban 
deseosos de transformarse a sí mismos y encontraban
en la literatura el mejor medio para plasmar esa
mutación. Ahora son mayoría los escritores que
no buscan verdad alguna, ni siquiera íntima; no quieren transformar nada, ni dentro ni afuera suyo. 
Se contentan con ocupar un nicho de la sociedad 
que les permite una módica figuración a cambio de
arriesgar nada y de no conmover a nadie.
Son plumas flojas, flojas en calidad, flojas en sustancia, 
que expresan almas flojas.
 Pero lo que necesitamos, y hoy más que nunca, son escritores que no caigan aunque los caguen a balazos.


Marcelo Figueras es periodista, escritor y guionista

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