Es sabido que los grandes líderes políticos tienen la habilidad innata de recordar los nombres de muchísimas personas. Dicen que así eran Menem, Cafiero o Alfonsín. También es muy conocida esa anécdota del Bisonte Alende, que para remediar algún ocasional olvido le decía a su interlocutor: “¿cómo era tu nombre?” Si el aludido respondía con el apellido, Alende saltaba veloz con “tu nombre de pila, cómo no voy a saber que sos Gómez?”. O viceversa, claro: “ya sé que Juan, tu apellido, preguntaba”.
También dicen que esa habilidad está directamente ligada al carisma. Pero acá se prefiere pensar que tiene más que ver con una necesidad hecha virtud: la necesidad de agradar, de convencer, de persuadir. La necesidad de “hacer política”.
Los tiempos han cambiado. Y esos mano a mano, esas visitas a unidades básicas, ateneos y comités fueron reemplazadas por las mediaciones de la postmodernidad: presencia en medios masivos, actividad en las redes sociales, cosas así. Y es cierto. Pero también es cierto -sigue siendo cierto- que no hay como el contacto directo para “sellar” relaciones.
Como sea, avances y cambios tecnológicos mediante, lo que nunca dejará de ser necesario para un dirigente político (y, claro, para cualquier fuerza que dirija) es la sensibilidad para “tomar el pulso” de las calles, entendiendo como tales las físicas o las virtuales. Y para eso, claro, hay múltiples herramientas de las ciencias sociales en el cajón, con las encuestas como estandarte.
Sin embargo, no se trata solo de “tener los datos”, sino de saber interpretarlos y -sobre todo- de ser capaz de adelantarse a las tendencias para operar sobre ellas. Eso es olfato. Y eso no se compra.
El macrismo, en tan solo 120 días de gestión, ha demostrado tener un talón de Aquiles grande como una pierna en este sentido. Carece casi absolutamente de la sensibilidad necesaria para comprender en profundidad a vastos sectores de nuestra sociedad -puntualmente aquellos sectores trabajadores de clase media baja y baja- a la hora de detectar lo que aquí daremos en llamar “condiciones subjetivas de materialidad”.
Nos referimos a ese “estado de ánimo” que “en la buena” bien puede llevar a un trabajador informal que pega un estirón de ingresos a sentirse plenamente de clase media y que “en la mala” no tardará más que unos minutos para que se despierte esa memoria emotiva que sabe de necesidades, restricciones y penurias.
Esta carencia en la sensibilidad del macrismo no es casual ni inesperada. Comenzando por su propio líder, es un gobierno clasista. Hete aquí que de una ínfima minoría: la de aquellos que no tienen ni siquiera una sospecha intelectual de lo que significa quedarse sin trabajo, vivir el día a día con la incertidumbre de tener o no ingresos, despertarse en medio de la noche sacando cuentas de cómo llegar a fin de mes.
Esos sentires populares, tan lamentablemente habituales como mayoritarios en nuestro país, podrán ser coyunturalmente obturados por el enchastre “de la política” habilmente manijeada en los talkshows de la tele. O por una judicialización de la agenda noticiosa. Este camino tiene un alcance temporal limitado: nadie puede alimentar a sus hijos con los “último momento” de Comodoro Py.
La realidad, tarde o temprano, siempre viene a cascotear el campo de lo simbólico a fuerza de lo más abstracto que conocemos. Esa creencia universal e igualitaria: los billetes que tenemos, y sobre todo los que faltan, en los bolsillos.
Foto: Reunión del Gabinete social, abril 2016.
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