Aqui, Mas y Mejor -- El Cohete a la Luna
No terminábamos de leer la sentencia de Lucía Pérez y
como un mazazo recibimos la sentencia que pretende
dar por concluida la investigación sobre la desaparición
de Santiago Maldonado. Sostiene que “la desesperación,
la adrenalina y la excitación naturalmente provocadas
por la huida; la profundidad del pozo, el espeso ramaje y
raíces cruzadas en el fondo; el agua fría, helada, humedeció
su ropa y su calzado hasta llegar a su cuerpo. Esa sumatoria
de incidencias contribuyó a que se hundiera y a que le
fuera imposible flotar, a que ni siquiera pudiera emerger
para tomar alguna bocanada de oxígeno. Por la confluencia
de esas simples y naturales realidades, inevitables en ese
preciso y fatídico instante de soledad, sus funciones vitales
esenciales se paralizaron”.
A Santiago lo mató la muerte, seria la conclusión
tautológica de una sentencia sin poesía y sin justicia.
Santiago Maldonado huía de las balas, señor juez. Balas
que compró el Estado, señor juez. Balas que disparó el
Estado, señor juez. Y no sabemos qué más sucedió después
de las balas porque curiosamente —y digo curiosamente
con un sarcasmo amargo y difícil de digerir— porque dejaron
de filmar lo que paso después de las balas. Aunque la orden
judicial de su predecesor era firmar el operativo en tu totalidad.
Después de las balas murió Santiago Maldonado, señor juez.
Le pregunto con honestidad, Su Señoría, y no para que me
conteste a mí sino para que se conteste a usted mismo: ¿no
le hace ni un poquito de ruido que durante tantos días el Estado
Nacional y sus medios afines hayan montado un fenomenal y
vergonzoso operativo de encubrimiento sobre la muerte de
Santiago? ¿Sabe usted que el gobierno y los medios
sostuvieron que Santiago había cruzado a Chile, que había
pasado a la clandestinidad, que una pareja lo había llevado
más al sur y que un camionero lo había llevado al norte?
¿Que se había cortado el pelo en San Luis? ¿Que había un
pueblo en Entre Ríos donde todos se le parecían, como si
se hubiese replicado como un grupo de épsilon imaginado
por Huxley?
¿No lo asaltó la duda en la almohada sugiriéndole procurar
las pruebas que pidió Sergio, el hermano de Santiago? ¿No
se pregunta qué fue esa llamada atendida por un teléfono que
pertenecía a Santiago, luego de su desaparición? Cuando se
queda solo, señor juez, ¿la certeza de la muerte reemplaza
cualquier duda que pudiese tener?
Realmente, S. S.: ¿usted no se hace preguntas? Porque
nosotros, doctor, los que exigimos justicia por Santiago
Maldonado, sí las formulamos. Miles de preguntas. A las
que su sentencia no responde. Y apenas puedo imaginar
las preguntas estranguladas de dolor de la mamá de Santiago,
de sus hermanos, de quienes lo conocieron y quisieron.
Su sentencia tampoco las responde.
Si usted recibió un peritaje y veinticuatro horas después cerró el caso, intuyo que no lo consideraba necesario porque la suerte de esa investigación ya estaba sellada. Y a veces creo que la suerte
de esa investigación estaba sellada desde el momento que se
dispararon las balas y se apagó la cámara. Y que usted no supo,
no pudo, no quiso investigar las preguntas incómodas. Esas
que el poder le hizo saber que no podían ni debían ser contestadas.
Esas preguntas que su sentencia pretendió cubrir con la
verdad de Perogrullo de la muerte. Esas preguntas que
motivaron su llamada a la mamá de Santiago y ese intento
de explicar lo inexplicable. ¿Fue remordimiento acaso, doctor?
¿Usted cree en Dios? Yo sí, aun cuando tengo mis diferencias
con el mismísimo. La muerte absurda y fuera de tiempo de
Santiago es una de esas diferencias. Simplemente no puedo
entender cómo Dios permite que pasen esas cosas. Pero tengo
claro que el Dios también terrible en el que creo no
acostumbra a dar explicaciones. Pero que al final de los
tiempos, ante ese Dios terrible me va a tocar dar explicaciones
sobre todo lo que hice y sobre todo lo que dejé de hacer.
Cuando me llegue el momento sé que asumiré ante ese Dios
que no fui ni todo lo buena que debería haber sido ni todo la
mala que podría haber sido. Pero mi mejor defensa
—deformación profesional de abogada—, será explicarle que
jamás toleré la injusticia, que me rebelé contra ella cada vez
que tuve oportunidad. Y cuando no la tuve también, como
pude, como me salió. Y que sobre todas las cosas, jamás
permanecí indiferente.
El día que le toque dar explicaciones, ¿sabrá qué decirle a ese,
mi Dios terrible? Cuando lo enfrente a las caras de los padres
de Santiago y del propio Santiago, ¿tendrá una respuesta para
darles? Espero que sí, doctor, se lo digo con sinceridad.
Y con dolor.
Porque en este mundo, en este universo de preguntas como
cuchillas, aquí, ahora, solo hay dolor. Y necesito que sepa
que a Santiago, a sus padres, a sus hermanos, a todos
quienes lo quisieron en vida y a quienes lo quisimos cuando
ya no estaba, su sentencia no les trae la reparación de la Justicia.
Ni nos acerca a la Verdad. Esa que no filmaron después
de las balas.
Necesito decirle, doctor, aunque tal vez ya lo sepa, que su
sentencia no da respuesta alguna. Lo único que aporta
es más dolor.
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