domingo, 2 de diciembre de 2018

LUCIA PEREZ, La Injusticia, Graciana, la nuestra, dice...

MUERTOS POR

 LA MUERTE

Dos sentencias que dejan muertes trágicas sin resolución real

 El Cohete a la Luna
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Puede que metodológicamente sea desacertado, pero decidí empezar esta nota con una salvedad. Porque la creo imprescindible. Es simple: creo y sostengo sin excepciones ni rincones grises ni medias tintas ni duda alguna que la presunción de inocencia es una garantía innegociable del Estado de Derecho. Y que defenderla y afirmarla es una obligación legal y ética. Por eso mismo, lo que voy decir de aquí en adelante solo tiene por objeto analizar las formas en que el Poder Judicial construye sus sentencias.
Necesitaba hacer la salvedad porque voy a cuestionar el razonamiento de dos sentencias que declaran la inocencia de personas.
El 8 de octubre de 2016, en un centro de atención médica comunitaria, llego muerta Lucía Pérez, de apenas 16 años. Recuerdo la mañana en que leí la noticia. Y el horror. Los detalles de su muerte. Mi empatía con la familia de Lucía, que además de la certeza irremediable y dolorosa de su muerte debía afrontar el espanto de imaginar cómo había sucedido. Las terroríficas circunstancias que describía la nota me conmovieron y me espantaron. Por Lucía, por su familia, por sus amigos, por mis amigas y por mí misma.
Como señaló magistralmente Ileana Arduino [1], lo que le pasó a Lucia podría haberle pasado a cualquiera de mis amigas. Podría haberme pasado a mí misma. Crecí en una sociedad conservadora, al menos en su epidermis. Las chicas de “familias bien” no teníamos sexo en la adolescencia. Pero… ¿No teníamos sexo? La respuesta es bien distinta porque sí, teníamos sexo. A escondidas de nuestros padres. Mintiendo destinos y horas de llegada. Las que teníamos un poco de suerte, contábamos con algún recurso para consultar a una ginecóloga a escondidas por anticoncepción. A las que tenían más suerte la madre las llevaba a la consulta y hasta les compraba anticonceptivos. Y puertas adentro, en ese colectivo de chicas de clase media y media alta unidas por lazos de afecto y complicidad que perdura a pesar de los más de 20 años transcurridos, socializábamos nuestros recientes conocimientos. E intentábamos mantenernos a salvo entre nosotras. En esos días nuestro mayor fantasma era quedarnos embarazadas. Apenas éramos consientes de las Enfermedades de Transmisión Sexual y, al menos en mi caso, asumo que sin mucha noción de sus riesgos. Jamás se me cruzó por la cabeza que podía morir.
Lucía Pérez sí murió. Por hacer las mismas cosas que hacíamos con mis amigas 20 años antes. Los peritajes parecen haber desdibujado las hipótesis más horribles. Lucía no fue empalada. Lucía no murió de dolor. Lucía tal vez no fue violada, sino que habría prestado su consentimiento para tener sexo. Porque Lucía, como muchas de nosotras, tenía sexo.
No pretendo detenerme en las hipótesis de autopsias y detalles escabrosos. Sí quiero analizar y debatir con ustedes las condiciones del consentimiento que, sostiene la sentencia, dio Lucía a las relaciones sexuales que tuvo antes de morir.
Y es en referencia al consentimiento de Lucía donde la sentencia se vuelve irracional y prejuiciosa. Es extraña la ley argentina. Con 16 años una mujer puede contraer matrimonio con la autorización de sus representantes legales o con dispensa judicial. Es decir que el matrimonio, como institucionalización de las relaciones sexuales entre personas, a los 16 años requiere de un adulto que lo autorice. Algo similar ocurre respecto a los actos de disposición sobre bienes que no fuesen resultantes del fruto de su trabajo. Siempre me resultó llamativo el cuidado que las leyes civiles y comerciales le brindan a los bienes de las personas. Pero más allá de eso, que merecería otra discusión, la ley argentina establece que el menor de 18 años no podría brindar válida y legalmente su consentimiento sin supervisión de un adulto para casarse o para vender la casa que heredó de su abuelita. Ahora bien, para el Código Penal un chica/o de 16 es completamente libre para dar su consentimiento al acto sexual, salvo que medien determinadas circunstancias que la ley considera que vician dicho consentimiento.
La pregunta entonces es si Lucía dio libremente su consentimiento. ¿Puede una piba de 16 años dar libremente su consentimiento a una relación sexual con quien le provee de drogas? La sentencia afirma que sí, basándose en un análisis de las conductas respecto al sexo que tenía Lucía. Y basándose además en que “también fue acreditado que solo mantenía relaciones sexuales con quién ella quería”.
Y en tercer lugar porque Lucía tenía 16 años y Farías 23, por lo que sería muy forzado hablar de una situación de desigualdad o superioridad. Sobre todo teniendo en cuenta la personalidad de Lucía, que no se mostraba como una chica de su edad y que además había declarado mantener relaciones con hombres de hasta 29 años.
No encuentro ningún elemento objetivo, aparte de las conjeturas de la parte acusadora, que me permita sostener que Lucía no fue a encontrarse con Farías de forma voluntaria y con la intención de tener algún tipo de intimidad.
Vuelvo a mi pasado y pienso si yo di libremente mi consentimiento para tener relaciones sexuales en mi adolescencia. Supongo que la mayoría de las veces sí, pero otras no. Eso no significa que me atasen. Significa que para la adolescente muerta de miedo, que cargaba con la inseguridad del sobrepeso, a veces simplemente no me encontraba en la posición subjetiva de decir que no. El deseo del otro, de alguna forma calmaba la herida siempre abierta, siempre sangrante de mi autoestima adolescente. Miro en retrospectiva y un poco me espanto de los adultos que vieron eso y lo utilizaron con prescindencia de mi deseo. Y por supuesto que jamás hubiese asumido eso en la adolescencia. Entre otras cosas porque no era consciente del mecanismo. Me llevó mucho tiempo de terapia darme cuenta y poder ponerlo en palabras. Tanto tiempo como me llevó saber que podía elegir cuando decir que sí desde mi propio deseo. Pero si alguna amiga me preguntaba en esos días, habría dicho como dijo Lucia que el mundo estaba “lleno de violadores y pitos duros, pero no le paso cabida a nadie”. Aunque no era necesariamente cierto. Y no creo que nadie me hubiese descripto como una adolescente tímida o miedosa, sino más bien lo contrario. Pero tenía 16 años, como Lucía, y no siempre era soberana de mí misma.
Detectar la violencia y rechazarla es algo que a los 16 años yo podía hacer. Lucía también. Ahí, en esas circunstancias, el no surge en defensa propia. Y no siempre surge de inmediato. El violento muchas veces conduce a la situación de violencia como resultado del fracaso de la seducción torpe que intenta primero. El problema es cuando decís que no. No antes. Podés haber salido con el señor, haber tomado una coca, incluso haberlo besado. Y de pronto hay algo que te hace ruido. Una mano que te incomoda, una expresión que te choca. Algo que anula tu deseo. Ahí es donde sobreviene la reacción del violento. No antes. Recuerdo haber estado en situaciones así y haber salido corriendo, porque la violencia explicita es fácil de detectar. Pero no hay que desconocer las otras formas de violencia y de manipulación a las que están sometidas las pibas cuando interactúan con personas más grandes y con más experiencia. Esas formas de manipulación de las y los jóvenes que la ley intenta evitar al requerir ciertas exigencias para ciertos actos. Si Lucía hubiese querido casarse con el hombre de 23 años hubiese requerido autorización. Si Lucía hubiese querido venderle la casa heredada de su abuelita al hombre con el que mantuvo relaciones sexuales hubiese requerido autorización.
La sentencia mira tanto la conducta de Lucia que casi no indaga en la conducta del señor con el que mantuvo relaciones sexuales. Un señor que por cierto tenía algún nivel de experiencia en manipulación y seducción de adolescentes a quienes les vendía drogas. Y Lucia consumía drogas. Y el señor con quien mantuvo relaciones sexuales antes de morir vendía drogas. No era un compañero de colegio ni un par. Era un señor que vendía drogas. Y a quien Lucía contactó para adquirir drogas.
Hago mías las palabras de Ileana Arduino y Leticia Lorenzo [2]: “Cuando la decisión se salda centralmente a fuerza de prejuicios, cuando los jueces se atajan con expresiones del tipo ‘sin ánimo de juzgar la vida privada de la víctima’ para acto seguido afirmar que le gustaba coger —sí, además la sentencia confunde sencillez con vulgaridad— con personas de 26, 27, 28 y hasta 30 años, y por lo tanto dar por sentado que consintió una relación con una persona de 23 años (la versión sexista de la máxima ‘quien puede lo más, puede lo menos’), hacen a la decisión en sí misma violenta; se deja de hablar de los hechos para hablar de la víctima”.
“Una sentencia de jueces técnicos basada en prejuicios, sea de condena o absolución, es arbitraria. Una exigencia elemental para la justicia en manos de jueces abogados es que deben dar razones legítimas y los prejuicios sexistas no lo son. Nos hablan de la opinión de los jueces sobre Lucía, pero no del hecho”.
Con esto no quiero afirmar ninguna culpabilidad. Solo quiero señalar que la sentencia carece por completo de una perspectiva de género que reconstruya la real posición de una chica de 16 años que murió luego de tener relaciones sexuales. Porque las chicas de 16 años no mueren por tener relaciones sexuales. No en forma habitual. Y que los jueces no indaguen por qué, cómo y en qué condiciones Lucía Pérez murió, teniendo en cuenta que era una chica de 16 años haciendo algo normal para una chica de 16 años, resulta inaceptable. Para las chicas de 16 años que vendrán en el futuro y para las chicas de 16 años que tuvimos más suerte que Lucía y seguimos vivas, pedimos un Poder Judicial sin prejuicios machistas ni moralinas encubiertas en lenguaje técnico, que haga justicia.

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