lunes, 31 de diciembre de 2018

QUE LO SEPAN NUESTROS HIJOS, NUESTROS NIETOS...

De pie frente a los inquisidores
“Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de
 un solo momento: el momento en que el hombre sabe para
 siempre quién es.”
Jorge Luis Borges. “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”
Héctor Timerman fue, sin agotar el recuerdo, periodista y director de
 medios, exiliado, militante del ARI de la diputada Elisa Carrió, judío
 practicante. Hijo de Jacobo, una figura paterna tremenda (supone uno)
 sea para emular o sea para diferenciarse. Los años finales de sus vidas
 los acercan y antes que estos el momento en que supieron quiénes eran.
 En ambos casos se lo hicieron conocer sus enemigos: quienes los
 persiguieron, rociaron con acusaciones penales y brulotes falsos,
torturaron en contextos diferentes por cierto... pero no del todo.
Héctor Timerman, que se fue a los 65 años de su edad, quedará en la
 historia por su desempeño como Canciller. Asumió en 2010 cuando ya
llevaba 57, una vida hecha podría imaginarse. Quedará por el
 Memorándum de entendimiento con Irán, ya interpretan sus amigos,
 compañeros, adversarios y enemigos. 
No hay unanimidad con lo que viene aunque es diáfano para quien
 quiera ver: quedará por la persecución a que fue sometido, por los
 vejámenes que le propinaron contrariando principios humanitarios
 primordiales... previos a (y fundantes de) las garantías judiciales también
vulneradas.
Quedará, pues, como una víctima del antiperonismo cerril que no respeta
 vidas ni derechos desde hace más de 60 años. 
Por lo tanto, no queda otra que centrar esta nota en el Memorándum,
en las vendettas de los poderosos. Y en la entereza con que
Héctor Timerman atravesó los últimos años, afectado por un cáncer
 terminal. Tal el núcleo de su semblanza, su ejemplo que deja
empequeñecidos a los verdugos de cuello y corbata que hicieron
 más cruel su tránsito final. 
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El Memorándum –opina ahora y opinó en su momento este cronista–
 fue una decisión política equivocada. Es un punto de vista acerca de
medidas que toma cualquier gobierno, en tantos momentos. De ahí a
 considerarla un crimen media un abismo que es casi idéntico al que
separa a la democracia del autoritarismo maquillado o las dictaduras
según los casos.
Uno piensa que era errada porque se proponía algo valioso pero
irrealizable a la vez. Valioso, hacer avanzar la atrancada investigación
 sobre el atentado a la AMIA. 
Irrealizable, conseguir que los iraníes concernidos declararan de modo
válido para la legislación argentina. 
Los Estados no entregan casi nunca (o nunca) a sus nacionales a los
 tribunales de otros países para ser sometidos a juicios con condenas
 graves. Los mecanismos articulados lucían de entrada (como fueron)
incumplibles en la maraña de pasos que establecían. Estaba escrito,
de antemano, que los trámites se frenarían en algún recodo del camino.
Fue al comienzo porque Teherán no aprobó el Tratado que, se supone,
tanto lo favorecía. El acuerdo no produjo ninguna consecuencia importante
 ni perturbó el letargo de la investigación.
Una decisión política legal aprobada por el Parlamento. Tal vez equivocada,
 como tantas que toman los gobiernos cotidianamente. Equivocada,
añadimos, para ciertas percepciones. Discutibles, siempre. Son los
riesgos de la democracia, que deben sustanciarse mediante sus
mecanismos de división de poderes, cambios de autoridades,
participación ciudadana y cien etcéteras.
Atenta contra la democracia la tendencia irrefrenable a judicializar
decisiones políticas lícitas. Criminalizarlas, convertir al adversario en
 un delincuente. La regresión se agravó con cargos penales difamatorios
que no se aplicaban desde la Revolución Libertadora. 
- - -
En esta misma edición se publican notas de los colegas
Raúl Kollmann y Martín Granovsky a las que se remite para
buscar más rigor y precisiones. Para esta columna vale rescatar
como realidades-símbolos dos hechos: las alertas rojas de Interpol
y el proceso seguido contra Timerman, en especial su presentación
 espontánea a declarar.
Los mitos sobre el levantamiento de las alertas rojas provienen del
 Departamento de Estado, los periodistas argentinos que fungen de
voceros, parte de la dirigencia comunitaria judía. Kollmann los refutó
 en una labor impecable: consiguiendo una y otra vez el testimonio
calificado de Ronald Noble, ex director de Interpol. Los cultores del
relato dominante se ne fregan de los hechos, del periodismo bien
 hecho: el poder produce ese tipo de milagros. La sanata persiste. 
La impunidad de los autores del atentado (iraníes o no, no está probado
ni es sabido) existió desde 1994. Contó con complicidades del gobierno
 menemista, de autoridades de la DAIA, de integrantes del Poder Judicial.
El Memorándum se suscribió muchos años después, transcurrido un
lapso que usualmente hace imposible avanzar con la pesquisa. Sobre
todo si hubo actores calificados encubriendo, borrando huellas,
escondiendo pruebas.
El proceso a Timerman, empezando por el cargo de “traidor a la Patria”
 sentenciado en primera instancia y revocado por la Cámara Federal,
revela la catadura de la mayor parte del Poder Judicial. La prisión
preventiva a un hombre que casi no podía moverse:
una sevicia indignante.  
Timerman quiso declarar, defender su postura, explicarla. Hacer que
constara en ese expediente amañado, conducido a control remoto
desde poderes políticos nativos y foráneos. Sus páginas trascenderán
 a los magistrados, habrá pensado. Le puso el cuerpo a un trámite que
 tenía que ser respetuoso, atento a su condición humana, a su estado
 de salud. Los responsables de preparar el acto cancherearon, no
 adoptaron recaudos mínimos. Un gesto republicano y una rutina
 tribunalicia se transformaron en una variante de tormento, que sus
 Señorías miraron pachorrientos. 
Se escribió un nuevo capítulo de la confrontación moral entre el
 acusado y los inquisidores, un clásico de la historia humana.
Enaltece a Timerman, incrimina moralmente a quienes lo
 pusieron en el banquillo.
- - -
El cuento de Borges sobre Tadeo Isidoro Cruz le inventa una biografía
 al sargento Cruz, quien enfrentó a la partida policial que integraba
porque se negaba a matar al gaucho Martín Fierro. En ese instante
supo quién era, para siempre. 
Jacobo Timerman, un protagonista potente de trayectoria sinuosa, lo
 comprendió cuando fue sometido a cautiverio y torturado por la dictadura
militar. Desde entonces puso su enorme talento a confrontar con todas
 las dictaduras.
Héctor, tal vez, se fue percatando de modo algo más paulatino.
Primero con la estigmatización de la dirigencia comunitaria, el odio
 de la derecha. Habrá cerrado el círculo con la persecución judicial
-político-mediática que ayer se prolongaba con impudicia.
El mundo, en una de esas, fue y será lo que decía Discépolo. La
 política internacional, sospecha uno, es en promedio peor. Estados
Unidos, el gendarme del planeta, está gobernado por un facho confeso,
 violento, racista, misógino. Su antecesor, Barack Obama, mandó
matar a Osama Bin Laden violando la soberanía de otro país. Ordenó
arrojar el cadáver al mar sin reconocerle el derecho de sepultura conforme
 su religión. Se hizo televisar mientras miraba el asesinato en vivo
por circuito cerrado. Ostenta el premio Nobel de la Paz. Obama es
moderado y encantador comparado con el actual presidente, Donald Trump.
La mayor potencia del planeta –que carece de legitimidad o autoridad
 moral y domina solo por prepotencia armada y económica– se sintió
 desafiada por la política exterior argentina, desde mucho antes que
el Memorándum. Lo usó de pretexto. Actuó de consuno con el macrismo
que se preparaba para relevar a Cristina Fernández de Kirchner. Negarle
 la visa a un moribundo que buscaba atención médica:
el imperio contraataca.
Timerman pagó con su salud haber revistado en un gobierno popular.
 Sobrellevó la barbarie ajena, defendió sus actos, estuvo a derecho.
 Murió tempranamente con dignidad, en buena medida pagando por
sus ideas, valores y creencias. Los debates sobre otras peripecias
de su existencia quedan relegados.
 En su despedida, se sabe quién es, quién fue, por qué lo martirizaron.

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