Macri y el PRO han sido retratados, por partidarios y opositores, con el común denominador de la despolitización. Se habló se CEOcracia, oenegismo y hasta de la influencia de las nuevas espiritualidades. Pero las dos semanas de discusión pública y negociaciones por la “ley antidespidos” mostraron los hilos de las tácticas y estrategias del “ala política” del gobierno: aceptar la realidad tal cual es, sacar el máximo de lo mínimo, sentarse a negociar con los de enfrente y proteger la popularidad presidencial.
Lo ideal es gobernar con todos los resortes del poder. En principio, hablamos de amplias facultades constitucionales -y si sumamos las de emergencia, mejor-, un partido leal y disciplinado, el control de las dos cámaras del Congreso Nacional, el apoyo de los gobernadores e intendentes. Conviene, también, tener una buena relación con los sindicatos, los empresarios, los bancos, la Iglesia, las calificadoras de riesgo, las fuerzas de seguridad, los jueces, las burocracias y los medios de comunicación. El respaldo de las embajadas clave y, antes que nada, la aprobación popular. Contextos como una economía internacional favorable, un estado sólidamente financiado o una oposición desmoralizada siempre ayudan.
Un gobernante que sabe mandar y hacia dónde quiere ir, y tiene todo lo anterior, no puede fracasar. Ahora bien, ¿quién tiene todo eso junto, y al mismo tiempo? Nadie, obviamente. En la Argentina se creyó durante algunos años que sólo el peronismo podía gobernar, por la sencilla razón de que era el partido más apto para reunir la mayor cantidad de resortes. Sin embargo, ganó las elecciones Mauricio Macri, un presidente que está bastante lejos de tenerlos todos. Aunque pudo mostrar apoyos internacionales -el propio Obama viajó hasta América del Sur para darle la bienvenida- y cuenta con la simpatía de importantes poderes fácticos, carece de las mayorías parlamentarias, las gobernaciones, los sindicatos y otras variables duras del poder institucional argentino.
Para compensar esas carencias, Macri tiene que desplegar una buena gestión política. Clausewitz ya explicó que no gana la batalla el ejército con más soldados y armas, sino el general que mejor moviliza los recursos disponibles -lo que incluye, claro, no dar batallas imposibles de ganar, y saber retirarse a tiempo. ¿Es Macri ese general? Conscientes del peso de sus carencias iniciales, desde el pasado 10 de diciembre todos estamos observando y evaluando su desempeño político. Y para evaluar, es necesario tomar distancia, desprenderse de los prejuicios, e intentar ver las cosas dentro de sus propios términos.
Macri y su partido han sido retratados de formas distintas, pero siempre con el común denominador de la despolitización. El PRO aparece, en estos retratos, como una expresión divorciada de la realidad política, que estaría mejor representada por radicales, peronistas, roscas, gremios, locales partidarios, calle y movilización. En ese plan se ha hablado de la CEOcracia, el oenegismo, la burbuja de los ricos, la antipolítica, y hasta de la influencia de El Arte de Vivir y otras “nuevas espiritualidades” en la política PRO. Error. El PRO es un partido político, constituido por políticos profesionales, y que maneja las mismas categorías y conceptos que el resto de los partidos políticos del sistema.
Es posible que haya algunos elementos de realidad en esas caricaturas: efectivamente, vamos a encontrar más CEOs, oenegistas, ricos y gente que respira en el PRO que en el Sindicato de Obreros Marítimos Unidos. Pero la verdad subliminal que esas imágenes nos transmiten es el inevitable fracaso de la gestión política de Macri. Porque si los dirigentes del PRO “saben menos de política que yo de capar monos” (Moyano dixit, sin llegar a explicarnos qué es capar un mono), si “no tienen gente” para ocupar los cargos, si desconocen lo más elemental de la administración de un Ministerio o si son incapaces de entender que todo ajuste económico conlleva malestar social, entonces son incapaces de intervenir en lo político.
El camino de negación del PRO como partido con los pies en la tierra es la fase superior del largo proceso de subestimación que los macristas vienen disfrutando desde sus comienzos porteños. Macri ya lleva más de 20 años de carrera política -asumió en 1995 como presidente de Boca-, y queda muy complacido cada vez que lo definen como un ingenuo recién llegado. Lo mismo aplica a buena parte de los dirigentes que lo acompañan, quienes aprovechan toda oportunidad disponible para recordar al mundo que se iniciaron en la crisis de 2001 -de la que pasaron ya 15 años, nada menos. La identidad fundacional del PRO dice que es un partido nuevo, novedoso, novel e innovador, y piensa regresar a ella cada vez que pueda. Ser novedad implica, naturalmente, ser algo diferente de la política tradicional, sea lo que fuere que eso signifique. Cada vez que un kirchnerista emocional repite que el PRO es un globo efervescente o frase similar, está trabajando gratis para la comunicación amarilla; uno de los méritos del PRO ha sido lograr que su relato sea militado por sus mismos antagonistas.
Mientras tanto, el PRO viene haciendo política en formas no muy diferentes a las que conocimos en estas tres décadas democráticas. Algunos de sus dirigentes -Michetti, Vidal, Esteban Bullrich- aprendieron todo lo que saben en tiempos de la administración porteña. Otros -Santilli, Rodríguez Larreta, Monzó, Frigerio, Angelici, Patricia Bullrich- ya traían experiencias de otros partidos. En el arranque hubo una decisión fundamental, y sin dudas inteligente: el freno a la coalición propia. Mauricio Macri, tras haber nombrado a la fiel Gabriela Michetti como compañera de fórmula, puso a Federico Pinedo como presidente provisional del Senado, y a Emilio Monzó como titular de la Cámara de Diputados. Toda una línea sucesoria leal, y de su propio partido. Si Dilma Rousseff hubiera hecho lo mismo, en lugar de encomendar sus espaldas a una banda de conspiradores, hoy seguiría en el Planalto. Entregó poco a sus aliados radicales y lilitos, y así y todo, los tiene siempre a su lado. Algo está haciendo bien.
En los intensos cinco meses siguientes, atravesó una serie de pruebas complicadas. Debutó demostrando que no le va a temblar el pulso si tiene que firmar un decreto de necesidad y urgencia, o el veto a una ley del Congreso, para que todos sepan que está dispuesto a utilizar a fondo las facultades que le confiere la Constitución. E inició una serie de conversaciones multilaterales y bilaterales con gobernadores de las diversas fuerzas políticas, sacando y devolviendo cuotas de coparticipación, y otorgando adelantos financieros de la misma a las provincias más gentiles. El Tesoro tomó deuda con la misma ANSES, a tasas sustancialmente más bajas de las que ofrece el mercado, para garantizar que todo funcione bien. Sí: estamos hablando de Mauricio Macri, no de Néstor Kirchner.
Las diferencias, en otros planos, son grandes. Hubo un arreglo con los buitres, y un ajuste fiscal. Con la misión política, impartida por el propio presidente, de no ajustar más allá de lo que la población estuviera dispuesta a aguantar. Hubo episodios particularmente dolorosos, como la destrucción de empleo público y privado o los aumentos en el transporte, que implicaron una caída en la popularidad -hoy mide algo por debajo de los votos que obtuvo en el ballottage. Apenas las encuestas muestran el impacto del costo político asumido, Macri reacciona con una “agenda social”, que se compone de la devolución del IVA a sectores vulnerables y el aumento de las asignaciones familiares, aún a sabiendas de que compite con una oposición peronista que representa mucho mejor estas demandas. No obstante, da la impresión de que el objetivo del gobierno no es competir con los sindicatos y el peronismo por la expresión de los sectores populares -construir “un nuevo peronismo”, como se ha escrito- sino algo más modesto: diluir la cuestión social que se avecina.
El proceso político de la “ley antidespidos” (prohibición de despidos por seis meses, doble indemnización) es una muestra de ello. Tras la media sanción del Senado por amplia mayoría (49 votos a favor, 15 en contra para la votación en general) el pasado 27 de abril, y la aprobación en Diputados de hace algunas horas (145 votos a favor, 3 en contra, 90 abstenciones), ahora estamos a la espera del veto presidencial. El primer round de la dilución fue la sesión especial que había convocado el Frente para la Victoria para tratar el proyecto que habían girado los senadores, y que fracasó por falta de quórum: sólo se hicieron presentes el FPV, el Bloque Justicialista (Bossio), Libres del Sur, Proyecto Sur y otros menores, totalizando un centenar de diputados. El interbloque Cambiemos no bajó, y también logró que no se reporten los del Frente Renovador, Partido Socialista, GEN y Frente Cívico de Santiago del Estero, dejando al FPV lejos del número mínimo necesario de 129 legisladores.
La ley que finalmente aprobó la Cámara baja tuvo el apoyo de Massa y Bossio. Esta ley fue el primer ensayo de un proyecto originado desde la oposición a Macri. No es tan importante desde sus consecuencias socioeconómicas, que son menores. Lo que se midió en Diputados fue de orden político.
La iniciativa surgió de los sindicatos y los diferentes bloques peronistas, que tienen pocas diferencias cuando se trata de la agenda social. Es en esos temas cuando oposición partidaria tenderá a acercarse cada vez más, como ya viene ocurriendo con el sindicalismo. Y eso Macri no lo puede evitar, porque el ajuste es para él prioritario y la emergencia de lo social es la consecuencia natural. Por lo tanto, su gestión política consiste en morigerar el efecto, aprovechando las fisuras existentes entre las diferentes corrientes del peronismo y evitando confrontar con los líderes sindicales.
Para cada uno de los actores que participaron de esta trama, el proyecto tuvo significados políticos propios. Para los sindicatos nucleados en las tres CGT y las dos CTA, hoy aliados y negociando la unidad, es la forma de dar una respuesta a los trabajadores preocupados por el fantasma del desempleo. El proyecto de ley, que los sindicatos iniciaron, se transformó en una bandera por partida doble: ante los trabajadores, que los sindicalistas representan, y una consigna que unifica a las diferentes centrales. Para los empresarios, se trata de una regulación abusiva, que conspira contra el “clima de negocios” que se comienza a gestar, aunque sólo podría afectar a algunos sectores empleadores intensivos, ya que sus efectos están atenuados por la corta duración de la norma de excepción. Para el FPV – PJ, el bloque con mayores compromisos sindicales, este proyecto fue además una oportunidad de demostrar su poder de fuego en el Congreso: el peronismo oficial inició la votación en el Senado, y buscó replicarla en Diputados. En cambio, para el Frente Renovador fue clave hacer sentir su capacidad de posición de arbitraje en el Congreso. Sergio Massa tiene compromisos con los sindicatos, pero su principal objetivo es que si sale una ley lleve su sello y firma.
En este contexto, el gobierno quiso varias cosas distintas al mismo tiempo. Lo primero, lo más importante, fue borrar la idea de que la Argentina está en una crisis ocupacional. La popularidad de Macri sigue en riesgo mientras continúe la insatisfacción socioeconómica. Y para Marcos Peña la medida del triunfo fue sacar esta cuestión de los medios y la opinión pública. Lo segundo fue tratar de no quedar afuera de la iniciativa social, y ello explica el rápido acuerdo firmado por un grupo de empresarios, o el voto de abstención. Y también, ya que estamos, aprovechar la oportunidad para confrontar con la oposición (Massa incluido) y responsabilizarla de afectar las chances del “segundo semestre” con una ley inoportuna. La mayoría de la opinión pública ve con buenos ojos una ley proteccionista del empleo y los sindicatos la están pidiendo. La última encuesta de la consultora Observatorio Electoral (medición telefónica, nacional, 1100 casos, de la primera semana de mayo) mostró que el 54% de los argentinos la respalda. Por eso termina imponiéndose; el “triunfo” político al que aspiraba el gobierno del PRO pasaba por otro lugar.
No faltaron, en tanto, las dificultades. El gobierno que encabeza Mauricio Macri no es una CEOcracia, pero participan de él grupos de personas provenientes de mundos alejados de la política, que probablemente sufrirán bajas en la primera reestructuración de gabinete ampliado. Los que “hacen política” en el Congreso y las provincias, los que tratan de proteger la popularidad presidencial en el contexto adverso de un giro ortodoxo, son las figuras más destacadas del gobierno, y las que acompañarán a Macri hasta el fin de la gestión. Se avecina un segundo semestre difícil, que no traerá bienestar bajo el brazo: en materia de inflación, el Banco Central no publicó metas para el segundo semestre en su informe de mayo, y Sturzenegger dijo en el Senado que su programa de metas arranca recién en septiembre, todo lo cual sugiere que el propio gobierno está moderando sus propias expectativas. Tampoco podrá seguir aprovechando el argumento de la “herencia recibida”, con el imperativo de mantener la popularidad en niveles aceptables y el horizonte de las elecciones de medio término aproximándose. Elecciones que traen aparejado un problema inédito: el oficialismo, por su reducido tamaño organizacional, no tiene buenos candidatos para competir. Allí, los Frigerio, los Monzó, los Angelici, los Rodríguez Larreta, los Peña que gestionan la política PRO no podrán aportar demasiado, pero sí ayudarán con lo que saben: aceptar la realidad tal cual es, sacar el máximo de lo mínimo, sentarse a negociar con los de enfrente. Y salir a flote.
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