En Veintidós cuentos cortos y ligeros, que editorial Sudamericana saca
a las librerías esta semana, Sandra Russo se interna en la narrativa. Son
cuentos de pocas páginas, “como soplidos de situaciones, de encuentros,
de peripecias. Hay mujeres, muchas mujeres que se entienden o se
malinterpretan,
que se alían o se irritan mutuamente. Y hay mujeres con hombres o a punto
de estan
de estan
ellos”. Buena parte de los cuentos transcurren en los años de la dictadura, pero
la tienen apenas como telón de un fondo oscuro que limita y condiciona las
emociones:
emociones:
las tramas dan cuenta de cómo era la vida cotidiana entre los jóvenes que en
aquella época no tenían militancia política. El libro será presentado el martes
5 a las 19 por la autora, acompañada por Rita Cortese y Nora Veiras, en Libros
del Pasaje. Como anticipo, PáginaI12 publica uno de los veintidós cuentos,
“Cucarachas”. Transcurre el 25 de mayo de 1982: una de las dos chicas que libran
feroces batallas contra los insectos que invaden el departamento que comparten
ha comenzado el duelo por su novio, desaparecido en el hundimiento del General Belgrano.
–Pero la puta madre que lo parió –gritó Erika. Yo pensé que eran otra vez las
cucarachas. Erika estaba en su cuarto, pero puteó en voz muy alta y la escuché
claramente desde el mío.
–¿Las cucarachas a esta hora? –le grité, espantada. Era de día todavía, serían las
seis de la tarde. El día era nuestro, era el pacto mudo entre dos especies. De ellas
era la noche, el silencio, la inmovilidad de los otros.
–No. Hundimos un portaaviones inglés. Uno grande. Noventa bajas –ella escuchaba
la radio siempre que estaba en su cuarto.
–Y por qué puteás –le pregunté desde mi cama mientras seguía frotando mis botas
negras con una gamuza.
–Otra vez vamos ganando. Somos los mejores del mundo –dijo Erika.
Jorge, un chico con el que Erika había salido un año antes, un pibe alto y hermoso
antes en el hundimiento del General Belgrano. En realidad todavía no sabíamos que
la lista de rehenes y mucho menos la de los muertos. Es increíble el tiempo que nos
Era el 25 de mayo de l982. Estábamos en guerra contra Gran Bretaña. Hacía siete
años que vivíamos en dictadura. Erika y yo cumplíamos 23 ese año. Habíamos sido
del secundario,
aunque en diferentes divisiones. Es decir, no éramos estrictamente amigas cuando a
los 21 nos mudamos a Belgrano, dejando a nuestros respectivos padres boquiabiertos.
Nos fuimos de Quilmes a Belgrano, sin conocer Belgrano, porque las dos conseguimos
trabajo por ahí, y decidimos mudarnos juntas cuando esperando el tren, en la estación
de Quilmes, nos contamos mutuamente esas grandes novedades que nos
permitían independizarnos.
los 21 nos mudamos a Belgrano, dejando a nuestros respectivos padres boquiabiertos.
Nos fuimos de Quilmes a Belgrano, sin conocer Belgrano, porque las dos conseguimos
trabajo por ahí, y decidimos mudarnos juntas cuando esperando el tren, en la estación
de Quilmes, nos contamos mutuamente esas grandes novedades que nos
permitían independizarnos.
Yo trabajaba en una revista, en el Expreso Imaginario, de la que era fan, porque
apenas había visto el primer ejemplar la sentí como un hogar. Había mandado una
carta de lectores y me habían llamado para hacer colaboraciones. Erika, que estudiaba
Lingüística, daba clases de francés en un colegio secundario de ese barrio que para
nosotros era tan ajeno que nos parecía otro país, y ojalá, porque hubiese tenido otro
gobierno. Erika era profesora de uno de esos colegios para alumnos repetidores que no
se ponían quisquillosos con los antecedentes que ella no tenía. Cuando nos habíamos
mudado al primer departamento, el de Virrey Arredondo, compartíamos el dormitorio.
Yo la escuchaba a Erika soñar todas las noches en francés.
apenas había visto el primer ejemplar la sentí como un hogar. Había mandado una
carta de lectores y me habían llamado para hacer colaboraciones. Erika, que estudiaba
Lingüística, daba clases de francés en un colegio secundario de ese barrio que para
nosotros era tan ajeno que nos parecía otro país, y ojalá, porque hubiese tenido otro
gobierno. Erika era profesora de uno de esos colegios para alumnos repetidores que no
se ponían quisquillosos con los antecedentes que ella no tenía. Cuando nos habíamos
mudado al primer departamento, el de Virrey Arredondo, compartíamos el dormitorio.
Yo la escuchaba a Erika soñar todas las noches en francés.
Ese primer trabajo de profesora la debe haber estresado mucho. Erika era muy
reservada. Yo no sabía más francés que el que habíamos estudiando en el colegio
con Madame Pecorá. Un día, porque una de mis compañeras mascaba chicle en
clase, Madame Pecorá le dijo que parecía “una negra del Bajo Chicago”. No era
un gran aprendizaje el que estábamos haciendo, pero el francés me atraía. Erika sabía
mucho más que Madame Pecorá. Iba a la Alianza desde la primaria. Hablaba comosalía
haciendo gárgaras, que es a lo que hay que animarse con el francés. A mí no me .
Practicábamos muertas de risa, pero no me salía. Por las noches, me gustaba cuando
mi sueño liviano era interrumpido por las exclamaciones de Erika, que dormía no sólo
en el mismo cuarto sino en la camita que salía de debajo de mi cama. Estaba muy
cerca esa voz diciendo cosas confusas, a veces exclamaciones. La primera vez, como
no nos conocíamos tanto, me pegué un buen susto. Pensé que me había ido a vivir
con una mina medio loca y por unos instantes añoré mi cuarto propio de Quilmes.
Después me relajé, porque empecé a
entenderle algunas palabras. Pero no dejaba de ser incómodo compartir el cuarto,
porque las dos teníamos novio.
reservada. Yo no sabía más francés que el que habíamos estudiando en el colegio
con Madame Pecorá. Un día, porque una de mis compañeras mascaba chicle en
clase, Madame Pecorá le dijo que parecía “una negra del Bajo Chicago”. No era
un gran aprendizaje el que estábamos haciendo, pero el francés me atraía. Erika sabía
mucho más que Madame Pecorá. Iba a la Alianza desde la primaria. Hablaba comosalía
haciendo gárgaras, que es a lo que hay que animarse con el francés. A mí no me .
Practicábamos muertas de risa, pero no me salía. Por las noches, me gustaba cuando
mi sueño liviano era interrumpido por las exclamaciones de Erika, que dormía no sólo
en el mismo cuarto sino en la camita que salía de debajo de mi cama. Estaba muy
cerca esa voz diciendo cosas confusas, a veces exclamaciones. La primera vez, como
no nos conocíamos tanto, me pegué un buen susto. Pensé que me había ido a vivir
con una mina medio loca y por unos instantes añoré mi cuarto propio de Quilmes.
Después me relajé, porque empecé a
entenderle algunas palabras. Pero no dejaba de ser incómodo compartir el cuarto,
porque las dos teníamos novio.
Pronto conseguimos otro departamento con un dormitorio para cada una. Quedaba
en la calle Aguilar casi esquina con Ciudad de la Paz. Un departamento alquilado por
un conocido, sin garantía. Era un primer piso por escalera muy lindo, mucho más
grande que el otro. Pero tenía una contraindicación, un efecto colateral, quizá una
reducción de daño: convivíamos con una legión armada de cucarachas grandes
como pelotas de ping pon.
en la calle Aguilar casi esquina con Ciudad de la Paz. Un departamento alquilado por
un conocido, sin garantía. Era un primer piso por escalera muy lindo, mucho más
grande que el otro. Pero tenía una contraindicación, un efecto colateral, quizá una
reducción de daño: convivíamos con una legión armada de cucarachas grandes
como pelotas de ping pon.
Nada parecía hacerles efecto. No sólo no desaparecían, sino que un par de veces,
después de profusas aplicaciones de insecticidas que olían a veneno puro, ellas
avanzaban como en escuadrones, y subían desde las cañerías de la planta baja con
una furia invasora imperial. A Erika y a mí nos agarraban ataques de nervios. Gritábamos
y llorábamos mientras ella en una habitación y yo en la otra aplicábamos a destajo
golpes de escobillón, martillos, escobas, secadores y zapatazos a esas asquerosas
nubes negras que se movían compactas por el piso y que intentaban trepar a
todas partes.
después de profusas aplicaciones de insecticidas que olían a veneno puro, ellas
avanzaban como en escuadrones, y subían desde las cañerías de la planta baja con
una furia invasora imperial. A Erika y a mí nos agarraban ataques de nervios. Gritábamos
y llorábamos mientras ella en una habitación y yo en la otra aplicábamos a destajo
golpes de escobillón, martillos, escobas, secadores y zapatazos a esas asquerosas
nubes negras que se movían compactas por el piso y que intentaban trepar a
todas partes.
¿Alguien de acá se ha despertado con una cucaracha caminándole por la cara? Ahí
el temple se pone a prueba. Cuando me pasó a mí no tuve temple: intenté matarla
pegándome a mí misma una cachetada. Esa noche, me quedé sentada en la cama,
aturdida por el golpe que yo misma me había dado pero sobre todo por la terrorífica
percepción de esas patas oscilantes en la mejilla, por el abrupto despertar, por la
confirmación de que la pesadilla estaba en la vigilia. No lloré ni grité. Quedé inmóvil,
en blanco, atenazada por el asco, un largo rato.
el temple se pone a prueba. Cuando me pasó a mí no tuve temple: intenté matarla
pegándome a mí misma una cachetada. Esa noche, me quedé sentada en la cama,
aturdida por el golpe que yo misma me había dado pero sobre todo por la terrorífica
percepción de esas patas oscilantes en la mejilla, por el abrupto despertar, por la
confirmación de que la pesadilla estaba en la vigilia. No lloré ni grité. Quedé inmóvil,
en blanco, atenazada por el asco, un largo rato.
Eran años raros, tristes, peligrosos, y eran los años de nuestra juventud. Todavía hoy
me pregunto por qué con Erika no decidimos volver a mudarnos cuando comprobamos
que nada las espantaba, y que vivir en ese departamento incluía la lucha cotidiana
contra las cucarachas. Yo creo que fue por la época. Que fue porque era 1982.
Porque aunque cuando empezó la dictadura Erika y yo éramos adolescentes y no
teníamos ninguna militancia política, y aunque a pesar de que ni en los diarios ni en
los noticieros se decía una palabra sobre los miles de secuestros y asesinatos de todos
esos años, nosotras sabíamos, como todo el mundo, que había personas que de
repente dejaban de ir a sus trabajos o a sus clases, que había madres y padres
buscando paraderos, en fin, que a mucha gente se la tragaba la tierra. No sabíamos
más. Sólo lo de Inconsciente Colectivo. Que la gente del barrio podía desaparecer,
que la persona que amabas podía desaparecer, que vos también. Creo que aceptamos
mansamente la no desaparición de las cucarachas porque nos parecía que había
cierta lógica en convivir con el espanto de eso que sí aparecía.
me pregunto por qué con Erika no decidimos volver a mudarnos cuando comprobamos
que nada las espantaba, y que vivir en ese departamento incluía la lucha cotidiana
contra las cucarachas. Yo creo que fue por la época. Que fue porque era 1982.
Porque aunque cuando empezó la dictadura Erika y yo éramos adolescentes y no
teníamos ninguna militancia política, y aunque a pesar de que ni en los diarios ni en
los noticieros se decía una palabra sobre los miles de secuestros y asesinatos de todos
esos años, nosotras sabíamos, como todo el mundo, que había personas que de
repente dejaban de ir a sus trabajos o a sus clases, que había madres y padres
buscando paraderos, en fin, que a mucha gente se la tragaba la tierra. No sabíamos
más. Sólo lo de Inconsciente Colectivo. Que la gente del barrio podía desaparecer,
que la persona que amabas podía desaparecer, que vos también. Creo que aceptamos
mansamente la no desaparición de las cucarachas porque nos parecía que había
cierta lógica en convivir con el espanto de eso que sí aparecía.
En abril, nos habíamos despertado con la noticia de la guerra. Justo dos días después
de una primera gran marcha opositora. Erika había ido a esa marcha. No me avisó
que iba, ella tenía esas cosas. Llegó al departamento golpeada, ahogada y con los
ojos rojos porque en la refriega la había alcanzado la montada y no pudo escapar de
los gases. A la noche nos habíamos quedado hasta tarde en la cocina azulejada de
rojo, hablando y tomando caña Legui. Me contó muchas cosas pero no con quién
había ido. Y a la mañana siguiente, la noticia de la guerra. Y muy rápido, las noticias
de las adhesiones. Y un poco después, la plaza llena vivándolo a Galtieri. Erika odiaba
la guerra. No era que no le importaran las Malvinas, decía. Pero desde el principio
sospechó que todo lo que decían los noticieros era mentira, y que los chicos que
estaban siendo enviados al sur no tenían chance. Odiaba todavía con mucho más
fervor que yo a los militares, iba a reuniones de las que no me hablaba. Y un mes
después, cuando también por la radio de su cuarto nos enteramos del hundimiento
del Belgrano, abrió los ojos como cuando uno no ve absolutamente nada. Jorge la
había llamado antes de embarcar, cuando lo convocaron, para despedirse. No se veían
frecuentemente pero aunque el romance había sido corto, había quedado un vínculo
entre ellos. Yo creo que Jorge iba a las mismas reuniones que iba Erika, a esas de las
que no me hablaba.
de una primera gran marcha opositora. Erika había ido a esa marcha. No me avisó
que iba, ella tenía esas cosas. Llegó al departamento golpeada, ahogada y con los
ojos rojos porque en la refriega la había alcanzado la montada y no pudo escapar de
los gases. A la noche nos habíamos quedado hasta tarde en la cocina azulejada de
rojo, hablando y tomando caña Legui. Me contó muchas cosas pero no con quién
había ido. Y a la mañana siguiente, la noticia de la guerra. Y muy rápido, las noticias
de las adhesiones. Y un poco después, la plaza llena vivándolo a Galtieri. Erika odiaba
la guerra. No era que no le importaran las Malvinas, decía. Pero desde el principio
sospechó que todo lo que decían los noticieros era mentira, y que los chicos que
estaban siendo enviados al sur no tenían chance. Odiaba todavía con mucho más
fervor que yo a los militares, iba a reuniones de las que no me hablaba. Y un mes
después, cuando también por la radio de su cuarto nos enteramos del hundimiento
del Belgrano, abrió los ojos como cuando uno no ve absolutamente nada. Jorge la
había llamado antes de embarcar, cuando lo convocaron, para despedirse. No se veían
frecuentemente pero aunque el romance había sido corto, había quedado un vínculo
entre ellos. Yo creo que Jorge iba a las mismas reuniones que iba Erika, a esas de las
que no me hablaba.
Ella se quedó un par de días así. Ausente. Ajada con un gris permanente. Casi no
hablaba, casi no comía, casi ni recordaba a las cucarachas. Después tuvimos un
ataque feroz de madrugada, y en aquella lucha a brazo partido con todo lo que teníamos
a mano, Erika volvió en sí. Pero a partir de ese día empezó a hablarme todo el
tiempo de Jorge.
hablaba, casi no comía, casi ni recordaba a las cucarachas. Después tuvimos un
ataque feroz de madrugada, y en aquella lucha a brazo partido con todo lo que teníamos
a mano, Erika volvió en sí. Pero a partir de ese día empezó a hablarme todo el
tiempo de Jorge.
Repetía las anécdotas. Los bares donde se habían encontrado. Los comentarios de
Jorge sobre los apuntes de Semiología. Los cócteles que habían preparado con vodka
y mandarinas exprimidas con los dedos de los dos entrelazados. Hablaba como si
hubieran compartido un largo tramo de sus vidas. Quiero decir: quizá Jorge le hubiera
preparado alguna vez ese cóctel de vodka y mandarina, pero Erika, en sus letanías,
hablaba de un pasado continuo que estaba transcurriendo en su mente. El duelo
deforma el tiempo. Ella estaba capturada en esos tres meses del año anterior, y los
revivía incesantemente, como haciendo un salvataje de su memoria de Jorge.
Jorge sobre los apuntes de Semiología. Los cócteles que habían preparado con vodka
y mandarinas exprimidas con los dedos de los dos entrelazados. Hablaba como si
hubieran compartido un largo tramo de sus vidas. Quiero decir: quizá Jorge le hubiera
preparado alguna vez ese cóctel de vodka y mandarina, pero Erika, en sus letanías,
hablaba de un pasado continuo que estaba transcurriendo en su mente. El duelo
deforma el tiempo. Ella estaba capturada en esos tres meses del año anterior, y los
revivía incesantemente, como haciendo un salvataje de su memoria de Jorge.
Después también me empezó a contar los chistes. Cada chiste que él le había contado.
Eso era algo raro, porque cuando Jorge le había contado esos chistes, aunque fueran
malos, los dos se habían reído. Ahora, cuando Erika terminaba cada uno, se quedaba
mustia y decía: “Dios, cómo nos reíamos”. Siempre, al final de cada chiste, decía:
“Dios, cómo nos reíamos”. Era imposible que se hubiesen reído tanto. Eran esos
chistes de salón, esos de primer acto, un pelo en una cama, segundo acto, un pelo en
una cama, tercer acto un pelo en una cama. ¿Cómo se llama la obra? El vello
durmiente. Yo me podía imaginar esos climas de pareja haciendo fiaca que se
entretiene con pavadas, pero Jorge había muerto en el General Belgrano y Erika
contaba los chistes con amargura, y era imposible reírse, era tristísimo escucharla,
los remates quedaban flotando en el aire sin que ella ni yo forzáramos el menor esbozo
de risa. Y ella decía, como rezando: “Dios, cómo nos reíamos”. Yo estaba
acompañándola en su duelo mientras con un ojo le miraba los ojos vidriosos y con
el otro vigilaba que no hubieran llegado las cucarachas.
Eso era algo raro, porque cuando Jorge le había contado esos chistes, aunque fueran
malos, los dos se habían reído. Ahora, cuando Erika terminaba cada uno, se quedaba
mustia y decía: “Dios, cómo nos reíamos”. Siempre, al final de cada chiste, decía:
“Dios, cómo nos reíamos”. Era imposible que se hubiesen reído tanto. Eran esos
chistes de salón, esos de primer acto, un pelo en una cama, segundo acto, un pelo en
una cama, tercer acto un pelo en una cama. ¿Cómo se llama la obra? El vello
durmiente. Yo me podía imaginar esos climas de pareja haciendo fiaca que se
entretiene con pavadas, pero Jorge había muerto en el General Belgrano y Erika
contaba los chistes con amargura, y era imposible reírse, era tristísimo escucharla,
los remates quedaban flotando en el aire sin que ella ni yo forzáramos el menor esbozo
de risa. Y ella decía, como rezando: “Dios, cómo nos reíamos”. Yo estaba
acompañándola en su duelo mientras con un ojo le miraba los ojos vidriosos y con
el otro vigilaba que no hubieran llegado las cucarachas.
A lo largo de ese mes de mayo de l982, las cuatro o cinco veces que una de las dos
se despertó gritando porque al abrir los ojos y encender la luz había encontrado el
espectáculo terrible de las filas entrecruzadas de cucarachas invadiendo todo el
departamento, esas cuatro o cinco veces que terminamos en crisis de nervios,
llorando, pateando las paredes, revoleando zapatazos desde arriba de las camas,
apretando furiosamente el pico de los aerosoles insecticidas que cada una tenía en su
mesa de luz, algo de nosotras comenzó a salir. Una furia. Una necesidad de justicia.
Un soplido infernal de desesperación por estar expuestas, en lo más íntimo de
nuestro departamento, a esa invasión inexplicable.
se despertó gritando porque al abrir los ojos y encender la luz había encontrado el
espectáculo terrible de las filas entrecruzadas de cucarachas invadiendo todo el
departamento, esas cuatro o cinco veces que terminamos en crisis de nervios,
llorando, pateando las paredes, revoleando zapatazos desde arriba de las camas,
apretando furiosamente el pico de los aerosoles insecticidas que cada una tenía en su
mesa de luz, algo de nosotras comenzó a salir. Una furia. Una necesidad de justicia.
Un soplido infernal de desesperación por estar expuestas, en lo más íntimo de
nuestro departamento, a esa invasión inexplicable.
Ese 25 de mayo, cuando la Fuerza Aérea argentina bombardeó el portaaviones
Coventry y Erika dijo desde su cuarto “La puta madre que los parió”, yo le pregunté
por qué puteaba pero instantáneamente me sentí mal por habérselo preguntado.
Era obvio. Erika odiaba más a los militares que a los ingleses. Por vergüenza, me quedé
el resto de la tarde encerrada en mi cuarto, ordenando esas pilas de papeles que nunca
dejaban de acumularse, y colgando en perchas la ropa que estaba esparcida por el
piso y las sillas.
Coventry y Erika dijo desde su cuarto “La puta madre que los parió”, yo le pregunté
por qué puteaba pero instantáneamente me sentí mal por habérselo preguntado.
Era obvio. Erika odiaba más a los militares que a los ingleses. Por vergüenza, me quedé
el resto de la tarde encerrada en mi cuarto, ordenando esas pilas de papeles que nunca
dejaban de acumularse, y colgando en perchas la ropa que estaba esparcida por el
piso y las sillas.
Fue cayendo la tarde, fui encendiendo las luces. Después de guardar la ropa me quedé
sentada en el piso de mi cuarto, recubriendo con soga rústica una lámpara de pie
muy sixtie y bastante arruinada que nos había cedido el dueño de casa. Era conveniente
tener el departamento lo mejor iluminado posible, y hasta dormir con las luces prendidas,
para engañar a las cucarachas. La idea de vivir en un falso día permanente me asaltó
esa tarde, mientras pasaba cola por la cerámica carcomida del pie de la lámpara.
Habré llegado hasta la mitad. Miré la hora. Eran más de las nueve. Era extraño. No
había aparecido ni una. Y Erika tampoco. Hacía horas que no se escuchaba ningún
ruido proveniente de su cuarto, ni el de la radio.
sentada en el piso de mi cuarto, recubriendo con soga rústica una lámpara de pie
muy sixtie y bastante arruinada que nos había cedido el dueño de casa. Era conveniente
tener el departamento lo mejor iluminado posible, y hasta dormir con las luces prendidas,
para engañar a las cucarachas. La idea de vivir en un falso día permanente me asaltó
esa tarde, mientras pasaba cola por la cerámica carcomida del pie de la lámpara.
Habré llegado hasta la mitad. Miré la hora. Eran más de las nueve. Era extraño. No
había aparecido ni una. Y Erika tampoco. Hacía horas que no se escuchaba ningún
ruido proveniente de su cuarto, ni el de la radio.
Me paré con esfuerzo, porque me había acalambrado. Salí de mi cuarto y miré el
living con detenimiento. Nada.
La puerta del
cuarto de Erika estaba entreabierta. Me acerqué despacio. La vi de espaldas,
también ella sentada en el piso al lado de su cama, sobre la alfombra. Estaba como
ovillada, con la espalda encorvada, y meciéndose muy despacio. Recién entonces
escuché que salía no de su boca, sino de su garganta, una melodía muy suave, que
parecía una canción de cuna. Di unos pocos pasos hasta ponerme al lado de su cuerpo.
Me agaché. Vi que tenía las manos apretadas contra su pecho, como si estuviese
rezando, pero no estaban juntas las manos. Estaban combadas, como si estuvieran
sosteniendo algo. Erika no me miraba. No miraba nada. Solamente se mecía y arrullaba
eso que tenía entre las manos. Se las abrí muy lentamente, sin que ella opusiera
resistencia. Guardaba entre ellas una cucaracha viva, que me hizo saltar hacia atrás.
Apenas le abrí las manos la cucaracha se escabulló hacia debajo de su cama.
living con detenimiento. Nada.
La puerta del
cuarto de Erika estaba entreabierta. Me acerqué despacio. La vi de espaldas,
también ella sentada en el piso al lado de su cama, sobre la alfombra. Estaba como
ovillada, con la espalda encorvada, y meciéndose muy despacio. Recién entonces
escuché que salía no de su boca, sino de su garganta, una melodía muy suave, que
parecía una canción de cuna. Di unos pocos pasos hasta ponerme al lado de su cuerpo.
Me agaché. Vi que tenía las manos apretadas contra su pecho, como si estuviese
rezando, pero no estaban juntas las manos. Estaban combadas, como si estuvieran
sosteniendo algo. Erika no me miraba. No miraba nada. Solamente se mecía y arrullaba
eso que tenía entre las manos. Se las abrí muy lentamente, sin que ella opusiera
resistencia. Guardaba entre ellas una cucaracha viva, que me hizo saltar hacia atrás.
Apenas le abrí las manos la cucaracha se escabulló hacia debajo de su cama.
Sin tratar de entender, solamente volví a agacharme a su lado y le acaricié el pelo
largo, sedoso, y ahí le vi la cara transfigurada, húmeda de lágrimas que ya se habían
secado. “Dios, cómo nos reíamos”, me dijo.
largo, sedoso, y ahí le vi la cara transfigurada, húmeda de lágrimas que ya se habían
secado. “Dios, cómo nos reíamos”, me dijo.
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