Por Enrique Mario Martínez
Enrique Mario Martínez es ingeniero químico, egresado de la Universidad de Buenos Aires en 1966. Ha sido decano de la Facultad de Ingeniería de la UBA; responsable del área de política Pyme nacional en dos oportunidades (1986-1988 y 2000-2001), y Presidente del INTI en dos oportunidades (1986-1988 y 2002- 2011), es creador y el responsable del IPP (Instituto Producción Popular del Movimiento Evita) y miembro de la Mesa Nacional del Movimiento Evita.
En la Argentina, como en todo otro país, se enseña básicamente una economía: la que centra el análisis en el mercado, donde concurren ofertas en busca de demandas con las que ligarse. Todas las ramas y/o especializaciones imaginables surgen de examinar cómo es esa interacción, entre individuos o entre países; cuáles son los factores que determinan la oferta o la demanda; el papel de la moneda como bien de cambio o como fuente de acumulación patrimonial; así siguiendo con todos los elementos instrumentales que se derivan de aquél espacio primigenio.
En lugar alguno se utiliza el concepto de economía popular, que por lo tanto nadie define ¿De qué se trata entonces? ¿No será una moda de lenguaje, que intenta meter dentro de una actividad con su pensamiento ya estructurado un tema que otra disciplina trataría mejor? ¿No es un planteo pseudo asistencialista, populista, distorsionador, chanta, en suma?
Puede ser. Quien defienda la existencia independiente de este capítulo debe empezar por ser preciso con el término y justificar que le brindemos atención. Empecemos entonces por allí.
Los intentos históricamente más importantes para agregar un calificativo que cambie el término “economía de mercado” han señalado algún aspecto vinculado con la forma de distribución de los excedentes. La economía social, por caso, intenta abarcar a las formas de producción cooperativas o similares, en que el excedente se distribuye entre los miembros de la unidad productiva con relativa uniformidad, en lugar de ser apropiado por un empresario. En la misma dirección, con diferencias por supuesto más radicales, se han concretado las economías colectivistas, donde el empresario fue reemplazado por formas definidas y administradas desde el Estado. También aquí, en esencia, la manera de generar los bienes y servicios se mantuvo, reemplazando la apropiación individual del excedente por otra colectiva, que superó los límites de cada unidad productiva y se aplicó a fines definidos desde una organización comunitaria central.
Ante el doble fracaso de la economía colectivista por un lado y de la economía de mercado por otro para conseguir que dentro de su marco lógico se consiga un horizonte general de calidad de vida superior, en términos que seguramente necesitan de un detalle que abarcaría varios documentos como el presente, aparecen preguntas a borbotones, que mínimamente ordenadas, pueden llevar a la secuencia siguiente:
. Si el sistema hegemónico en el capitalismo globalizado concentra los ingresos y los patrimonios de un modo sistemático, también concentra el poder de decisión en un puñado de manos.
. Los gobiernos con vocación de atender las necesidades de toda la población con mínima equidad terminan negociando con ese poder de decisión concentrado, en casi cualquier plano.
. ¿Qué se negocia? Simple y llanamente, que quienes tienen más poder reduzcan o compartan sus beneficios.
Buena parte de los actores económicos con capacidad de decisión en las cadenas de valor, sin embargo, no agregan valor a los bienes; son tomadores de renta, por ocupar una posición que se lo permite, sea ésta de carácter financiero o comercial. Este concepto – tomador de renta – se puede aplicar en varios planos de la economía. Es tomador de renta el intermediario que se aprovecha de la falta de capacidad financiera y de organización comercial del pequeño productor de cebolla o zanahoria en Santiago del Estero, reduciendo el ingreso de éste a valores menores a la subsistencia digna. Es también tomadora de renta, en otra dimensión, la corporación internacional que establece localmente su marca de indumentaria o de un electrodoméstico y luego organiza su cadena productiva de manera enteramente arbitraria, con la sola consigna de minimizar costos y sin ningún esfuerzo por concretar valor agregado local.
Esta opacidad de casi todo ámbito de la producción de bienes y servicios en nuestro país genera, como es sabido y notorio, una enorme ineficiencia global que además de concentrar la riqueza tiene su contracara también sistémica: la exclusión. Una primera acepción del término “economía popular” apunta entonces a focalizar el análisis y las propuestas en los excluidos.
La Economía Popular como camino de inclusión.
Un Estado de Bienestar como el configurado con enorme esfuerzo y valiosos resultados desde 2003, ha apuntado a lograr la llamada “inclusión por ingresos”. Tal es el resultado de un denso menú de subsidios, que se aplica a un conjunto de compatriotas con necesidades extremas, abarcando toda la fracción de población que por su trabajo obtiene ingresos menores al salario mínimo vital y móvil. En términos simplificados, hay quienes consideran que la economía popular es la generación y aplicación de instrumentos que permitan el tránsito de esa fracción de la población hacia la inclusión, pero por el trabajo personal o colectivo.
Eso implica visibilizar y consolidar derechos laborales y sociales; ayudar a la organización cooperativa; eventualmente fortalecer la posición negociadora de los más débiles al interior de una cadena de valor, sea en la relación de un recuperador de residuos con un municipio o en un artesano frente a una cámara de comercio. También implica encontrar instancias en que el vínculo entre quienes producen bienes – sean agricultores familiares, costureros o artesanos – y sus potenciales consumidores se vean facilitados.
Un escenario con reconocimiento más categórico que el actual de los derechos de los trabajadores sin empleador; con cobertura previsional y médica para todo ese universo; con ferias de productores; con lugares para venta de indumentaria directa de productores; brindaría a todos esos compatriotas una expectativa de vida más optimista que la actual, llena de incertidumbre.
Es probable que esta sucinta descripción concuerde con el imaginario de la mayoría de quienes se aproximan al tema. Se trata, por lo dicho, de un camino de mejora general, con un límite que, sin embargo, acota sus efectos, debido a dos grandes razones:
Es un cambio cuantitativo y no cualitativo. Esto es: cada uno de los actores puede ver mejorada su fortaleza al interior del escenario productivo o comercial que buscar integrar, sin que cambie el escenario mismo. Los miembros de un taller de costura, por usar un ejemplo repetible, podrán ser asistidos para convertirse en unidades que cumplan con las leyes laborales, ambientales y de protección de la infancia. No obstante eso, se insertarán en el mercado dominado por la propaganda y la presencia de numerosos intermediarios que llevan hasta las grandes marcas. La competencia en términos desfavorables se mantendrá y será notoria, a pesar que el sector constituye el núcleo clave; son quienes producen en concreto la indumentaria.
Todos los sectores sociales que hoy no son considerados excluidos o pobres quedan fuera de un marco de análisis como el reseñado. En la medida que se admite como inmodificables las condiciones que define el capitalismo globalizado, el lucro sigue siendo el motor del desarrollo y aquellos sectores que en tal esquema han alcanzado un mínimo nivel de subsistencia no quedarían encuadrados en la economía popular. No solo se trata de una versión restringida y políticamente inconveniente de la categoría “pueblo” sino que de este modo se aísla a la fracción de la población cuya condición se pretende mejorar, abriendo un flanco grueso a quienes superficialmente rechazan el concepto asociándolo a la “economía para pobres”.
La Economía Popular como escenario transformador del capitalismo globalizado.
Una segunda acepción del término, a la cual adhiero, parte desde más abajo que de la dicotomía incluido – excluido. Parte de la imposibilidad del capitalismo de asegurar una calidad de vida aceptable para todos, aún en sus versiones más reguladas por el Estado o en que los sectores populares acceden a espacios relevantes del control del Estado. La exclusión, entonces, es una condición natural del capitalismo, no se origina esencialmente en deficiencias de gestión pública o en incapacidades relativas de la población y no se supera solo con herramientas instrumentales que operen sobre un sistema cuyo marco no se modifica.
En ese contexto, cabe a la economía popular la responsabilidad de concebir, fortalecer y aplicar nuevos paradigmas, que nos alejen de una sociedad movida por el lucro, yendo hacia otra donde la organización de la producción de bienes y servicios tenga como matriz la atención de las necesidades comunitarias. Esto implica operar sobre tensiones importantes en el plano del capital, pero planteándose escenarios de cambio a lo largo de la estructura productiva que emergerá en los próximos 20/25 años, o sea: aquella que se sumará a la ya existente.
Para no caer en voluntarismos o planteos poco claros, es necesario recurrir a ejemplos de situaciones arquetípicas, que luego se puedan articular en un conjunto de ideas fuerza.
1 – Los residuos urbanos
Se trata de la expresión límite de la lógica capitalista primaria por la cual cada uno toma aquello que lo beneficia de su actividad y socializa los subproductos negativos. Otorgando el derecho a actuar así, los gobiernos toman la recolección de residuos como responsabilidad pública y cobran una tasa por ello. La solución más grosera – quemar los residuos a cielo abierto – quedó proscripta hace un par de generaciones. El segundo camino más fácil – enterrar – muestra sus fuertes limitaciones cuando las comunidades que reciben residuos de otras se organizan para resistir. Se pasa entonces a un enfoque más agudo, que reconoce que todo componente del residuo tiene un valor ulterior, sujeto a separaciones, recuperaciones o transformaciones de reciclado.
Como la generación de residuo es de máxima dispersión, aparece una competencia en el procesamiento previo a enterrar lo irrecuperable, entre sistemas corporativos a cargo de empresas medianas o grandes y el trabajo de una amplia red de recuperadores urbanos. Éstos trabajan sin tecnología, recuperan lo que pueden y sirven de primer eslabón de las cadenas de reciclado, transfiriendo buena parte de su renta a los intermediarios que les compran el material.
El encuadre capitalista clásico de este tema facilita el camino a las soluciones corporativas, acotando hasta extinguir a los recuperadores urbanos, de manera inversamente proporcional a su capacidad de organizarse y resistir.
Esto no sólo concentra y excluye, sino que además es una solución ambiental pobre. Los mejores porcentajes de reciclado de material, alcanzados en países como Suiza, no superan el 50% de papel o cartón, que es lo más simple.
La economía popular debería sostener que los residuos son un problema de todos y habilitar sistemas en que los actuales recuperadores se conviertan en líderes ambientales de barrios definidos, responsables de sensibilizar y capacitar a los generadores primarios, para maximizar la separación en origen. Los líderes ambientales serían receptores de lo reciclable y de su procesamiento ulterior, llegando a las etapas en que su capacidad organizativa les permita o vendiendo semiprocesados a la industria ya existente. Las actuales empresas recolectoras trabajarán entonces sobre volúmenes mucho menores, sin superponerse con el otro circuito.
De tal modo, queda definida una inequívoca función social de los recuperadores urbanos, que no es periférica sino central en el ámbito y que les da derecho a una vida digna.
¿Cuál es la diferencia? Pues que en lugar de ver los residuos como un negocio corporativo, se genera una organización en base a la necesidad comunitaria, que a su vez aumenta – podría de ser manera muy importante – el valor recuperado.
2 – La agricultura familiar
Hay más de 300.000 agricultores que trabajan sobre predios de dimensión familiar. Hay diversidad de situaciones, comenzando por los derechos formales de propiedad y luego por la inserción en cada cadena productiva. Sin embargo, inexorablemente, esos productores son tomadores de precios, en la medida que su capacidad económica y/o financiera es menor que aquellos con quienes se vincula.
El camino estándar de apoyo al sector pasa por aportar capacitación técnica, subsidiar parte de la infraestructura productiva y reforzar la tendencia histórica a armar ferias de productores para la venta local, especialmente de productos perecederos.
Se reitera el concepto anterior. Se trata de ejercitar la valiosa iniciativa de reducir la debilidad del eslabón, aunque la estructura de la cadena no se modifica.
La alternativa transformadora pasa nuevamente por poner en un segundo plano al lucro y pensar a la agricultura familiar como el principal sistema de abastecimiento de los alimentos que consumen los argentinos.
Esa mirada lleva asociada en este caso un conjunto de iniciativas mucho más denso que el caso anterior. Sin embargo, ellas fluyen con relativa facilidad cuando se define quiénes son los actores que conforman la oferta de un determinado producto, cómo se articulan, cuáles son sus requerimientos de logística y, a partir de allí, se reordena de modo concreto toda la normativa de promoción y de regulación aplicable, para evitar que la madeja construida corporativamente durante décadas por las grandes empresas, bloquee el camino.
Como un ejemplo del sendero, en buena parte del mundo desarrollado, como avanzada conceptual de esta idea, han proliferado asociaciones entre productores familiares y consumidores, en las cuales éstos últimos financian los cultivos desde la siembra.
En paralelo, un conjunto de acciones de gobierno debiera ayudar a que las grandes corporaciones que dominan el mercado avícola o lácteo o similares concentren su atención en la exportación, segmentando de tal modo los respectivos mercados desde la oferta, una dirigida a lo local y regional y la otra al mundo.
Tomando como una referencia conceptual que nuestro país puede producir alimentos para 400 millones de personas, debemos repensar la inserción de la agricultura familiar para que produzca el 10% de esa cantidad, pero para todos nosotros. Se trata de una recategorización completa, que necesita cambios conceptuales en el Estado, en los productores y en los propios consumidores, con beneficios tan notorios que ni siquiera amerita detallarlos.
3 – La clase media y la vivienda: componente clave.
Tratándose de un cambio estructural que es precedido o al menos acompañado por cambios culturales profundos, poco de lo referido en los ejemplos anteriores o en los similares que se puedan plantear para los obreros de la indumentaria, los artesanos y tantas otras actividades subvaloradas, se podría concretar si no se cuenta con la participación del Estado por supuesto, pero también – muy importante – de amplios sectores de clase media que comprendan y apuntalen los caminos elegidos.
Esto último no surge ni surgirá de exhortaciones ideológicas o éticas. Sólo tendrá viabilidad si se muestra en términos concretos que el desafío de la economía popular como elemento de transformación incluye a amplias franjas de la clase media y para su propio beneficio. Eso puede basarse en el talón de Aquiles de los planes patrimoniales de la mayoría de los argentinos: la vivienda. Y puede extenderse a la generación fotovoltaica distribuida; a los consejos de escuela o de hospital, todos ellos espacios donde poner primero la necesidad y recién debajo el lucro cambia sustancialmente el enfoque, con claro beneficio comunitario.
El tema de la vivienda es crucial – absolutamente central – para poder aspirar a instalar culturalmente los valores de una economía basada en la atención de las necesidades. Al presente, la especulación en tierra urbana lleva al borde del fracaso cualquier intento de facilitar el acceso a la vivienda a través del crédito, aún el muy generoso. El resultado de esos planes termina siendo convalidar la súper ganancia de aquellos que atesoran un recurso limitado y sólo se desprenden de él con tasas de ganancia superiores a cualquier alternativa y a lo imaginable.
Un plan público de compra de tierra agrícola en la periferia de las ciudades; de urbanización y posterior venta con facilidades a los que necesitan vivienda; seguido del enérgico estímulo a las cooperativas de vivienda, con un diferencial a favor de las cooperativas de autoconstrucción, permitiría llevar a lo concreto la aspiración de achicar hasta eliminar el déficit de más de 2.000.000 de viviendas que tiene nuestra población.
Un éxito relevante en este plano tendrá un efecto social y político que es necesario dimensionar adecuadamente. En efecto: construir caminos en la economía popular necesita de un capital social fuerte y a escala nacional no es imaginable conseguirlo sin la construcción de puentes entre los intereses de los sectores medios y los sectores más humildes.
Si se diseminan planes asequibles para el acceso a la vivienda, que dependan de la tarea colectiva y una asistencia del Estado, aumentarán las probabilidades de que quienes participen de ellos adviertan el valor de comprar ropa directamente a los productores o de las alianzas entre consumidores y productores para producir alimentos.
Organizar la producción desde las necesidades comunitarias es un valor cultural de base, que debe conseguir su instalación desplazando progresivamente al lucro como motor económico y a la convicción que no hay soluciones que puedan abarcar a toda la población. En ese camino, la participación activa de fracciones de la clase media es decisiva.
Los dilemas.
La creación de un nuevo concepto para organizar la producción y los servicios – la economía popular – no es fruto de una moda o una rebeldía fundamentalista. Surge por el fracaso del capitalismo orientado por el lucro, que no puede asegurar un futuro de mínima dignidad para todos los ciudadanos.
El capitalismo con rostro humano, las exhortaciones éticas o morales, la responsabilidad social empresaria, terminan siendo placebos calma conciencia, o peor: engaña conciencias. No puede ser de otra manera en un sistema que concentra poder y patrimonio y como concentra, excluye.
En este escenario, buscar la inclusión sin modificar la estructura es buscar una quimera. Por tal razón, plantear la economía popular como una etapa superior del asistencialismo, que mejora los derechos para los excluidos, es seductor desde el compromiso y la sensibilidad social, porque presume conseguir resultados a corto plazo. Pero por otro lado, su triunfo consistiría en insertar a los más humildes como último eslabón débil de cadenas de valor donde la transferencia a los más poderosos del valor que generen será un hecho inexorable.
La economía popular pensada como la organización productiva para atender necesidades comunitarias – desde las más inmediatas de infraestructura, hasta las más complejas de provisión de bienes para la vida cotidiana – requiere, a diferencia de la opción anterior, construir marcos teóricos y prácticos que en algunos casos hasta chocan con la subjetividad de los actores actuales, sumergidos en una inercia de dependencia y de pérdida de iniciativa.
Hay numerosos puntos de apoyo posibles. Toda la organización cooperativa de provisión de servicios públicos diseminada por el país constituye una base excelente para apuntalar la ampliación de miradas, en tanto se asuma como movilizadora de la definición de roles productivos concretos para los más humildes. La democratización de la administración de la infraestructura escolar u hospitalaria, así como un mega plan de viviendas como el mencionado, puede sumar a buena parte de los sectores medios. Asumir a la agricultura familiar como la proveedora de alimentos de todos los argentinos es otro pilar.
Vuelvo al comienzo: trabajar en estos planos es una necesidad, no una simple vocación mutable. El capitalismo concentrado ya fracasó. A diferencia de una empresa que quiebra, el poder financiero está en condiciones de transitar por tensiones sociales de variada dimensión y permanentes, recreando espacios que parecen nuevas opciones, pero constituyen una calesita crecientemente insoportable para miles de millones en el planeta. Por lo tanto, no muere, pero da vueltas sobre sí mismo, con la impudicia adicional de explicarnos que la próxima será mejor.
Las opciones de reemplazo válidas deben encontrar formas nuevas de atención de las necesidades comunitarias, que nos alejen de la simplificación de administrar homeopáticamente el sistema o imaginar que cambiar las personas que administran llevará a cambios cualitativos. Aun el capitalismo de Estado llevado a su máxima expresión mostró no ser una solución.
La cruda realidad es que estamos en una paradoja. Estamos solos y a la vez nos tenemos unos a los otros, compartiendo la posibilidad de construir algo diferente.
Enrique Mario Martínez
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