18.05.2015
del blog Palabras Insurgentes
Por elaine Tavares - periodista
Otro día un amigo comentó: “sólo hay gente feliz en Facebook”. Él tiene razón, es verdad. Y eso pasa porque nuestro tiempo impone la felicidad a fierro y fuego. Cualquier turbación de la alegría ya se empieza a buscar algún motivo físico o psíquico para eso. Prohibido llorar, prohibido sentirse por el piso mediante el sufrimiento de otro.
Yo me recuerdo de cuando era jovencita, que yo no me permitía reírme a suelta porque me parecía ser una falta de respecto con las personas que sufrían en África. Todos me decían loca y fue sólo cuando maduré que entendí que, a pesar de todos los dolores del mundo, podemos si vivenciar momentos de alegría, y re-aprendí a reírme. Pero aun así, alguna vez me agarro llorando en el ómnibus. Claro que no es solamente una piadosa manifestación de compasión. Los que sufren no merecen nuestra conmiseración, como acostumbra decir mi amado hermano. Lloro porque me siento infeliz, pero peleo con todas mis uñas para cambiar este mundo. No me pongo a hacer musculación de consciencia. Sé que lo poco que hacemos no sirve para cambiar casi nada. Pero me gusta saber que no estoy quieta en medio del río de la vida.
Por estos días me encuentro de esa manera, en torbellino. Me arden los ojos, me oprime el pecho, se me acelera el corazón. Siento como si el suelo se abriera, aunque algo muy perverso me mantiene donde estoy. Sin condiciones de sucumbir y teniendo que enfrentar los terrores, sin condiciones de elegir. La tristeza viene fuerte, como esa que bate en al ponerse el sol y tenemos la seguridad absoluta de la finitud. He hablado poco y mi risa no resuena por los pasillos. Las ideas andan embarulladas, y todo parece estar fuera de orden. El trabajo está quieto – estamos de paro – pero la vida sigue corriendo allá afuera. Hay prisa, mucha prisa, y yo tropiezo en el nada que me oprime.
Pienso en el gran Nietzsche, para quien el sufrimiento debía ser vivido hasta el tolete. Bajar hasta el fondo y, después, irremediablemente, subir. Pero entre una cosa y otra, vivir es el infierno. El mundo moderno tiene opciones. ¿Quién sabe una dosis de alprazolan? Más, esos son los caramelitos que sólo enmascaran las verdaderas causas del dolor. Y ofrecen a nosotros, felices, el gran escenario del dragón, para ser devorados con una cara alegre. Sé que a veces es necesario si, una muletilla, para que podamos sostener tanto dolor. Pero hoy eso yo no quiero.
Prefiero la máxima del viejo Friedrich. La felicidad no puede ser impuesta cuando no existe. Ella que se quede allá, en su no-lugar, hasta que todo el dolor sea consumido. Y el doloroso sufrimiento que se quede ahí, carcomiendo hasta el hueso. Hasta que llegue el momento de subir hasta el gran medio-día. Sí, hay riesgos. Puede ser que no tengamos fuerzas. Pero, al final, qué es vivir? Es esa gran batalla entre el ahora y el quizás. Encararse con el desafío.
Entonces sigo, cruzando esta noche oscura, sin miedo de parecer anormal. No, no estoy feliz. Y de rosado sólo mi zapato. Quizá para alumbrar el camino de subida, caso venga…
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