martes, 9 de junio de 2015

LA REVOLUCION DE VALLE


El 12 de junio de 1956, en la antigua penitenciaría de la calle Las Heras, fue fusilado el general Juan José Valle, líder del frustrado levantamiento cívico-militar del 9 de junio contra el gobierno del general Pedro Eugenio Aramburu. Aramburu había asumido el gobierno de facto el 13 de noviembre de 1955, tras la autodenominada “Revolución Libertadora”, que derrocó a Juan Domingo Perón en septiembre del mismo año. Durante su gobierno se intervino la CGT, se persiguió a la clase dirigente peronista, y hasta se prohibió todo tipo de mención de términos o frases vinculadas al peronismo. En la noche del 9 de junio el general Juan José Valle encabezó una asonada con focos aislados en Buenos Aires, La Plata y La Pampa. El intento concluyó al cabo de unas pocas horas. Tres días más tarde, el 12 de junio de 1956, el general Valle fue fusilado. La represión costó la vida de más de veinte personas, militares y civiles.
A continuación reproducimos un fragmento del libro Operación Masacre, escrito por Rodolfo Walsh en 1957, luego de una exhaustiva investigación realizada en plena dictadura. Según cuenta el periodista en el prólogo: “Durante casi un año no pensaré en otra cosa, abandonaré mi casa y mi traba­jo, me llamaré Francisco Freyre, tendré una cédula falsa con ese nombre, un amigo me prestará una casa en el Tigre, du­rante dos meses viviré en un helado rancho de Merlo, lleva­ré conmigo un revólver, y a cada momento las figuras del drama volverán obsesivamente”.
Fuente: WALSH, Rodolfo, Operación Masacre, Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 2000.
En junio de 1956, el peronismo derrocado nueve meses antes realizó su primera tentativa seria de retomar el poder mediante un estallido de base militar con algún apoyo civil activo.
La proclama firmada por los generales Valle y Tanco fun­daba el alzamiento en una descripción exacta del estado de cosas. El país, afirmaba, “vive una cruda y despiadada tira­nía”; se persigue, se encarcela, se confina; se excluye de la vida cívica “a la fuerza mayoritaria”; se incurre en “la mons­truosidad totalitaria” del decreto 4161 (que prohibía siquiera mencionar a Perón); se ha abolido la Constitución para liqui­dar el artículo 40 que impedía “la entrega al capitalismo in­ternacional de los servicios públicos y las riquezas natura­les”; se pretende someter por hambre a los obreros a la “voluntad del capitalismo” y “retrotraer el país al más crudo coloniaje, mediante la entrega al capitalismo internacional de los resortes fundamentales de su economía”.
Dicho en 1956, esto era no sólo exacto: era profético. La proclama de Valle estaba singularmente desprovista de hipo­cresía. No contenía la habitual invocación a los valores occi­dentales y cristianos ni los denuestos contra el comunismo, aunque tampoco pasaba por alto el asalto a los sindicatos por “elementos reconocidos como agitadores al servicio de ideo­logías o intereses internacionales”.
Frente a este análisis, la parte programática resultaba ende­ble. Sacrificaba, quizás inevitablemente, el contenido ideológico al impacto emocional. Proponía en suma un retorno crítico al peronismo y a Perón a través de medios transparentes: elec­ciones en un plazo no mayor de 180 días, con participación de todos los partidos. En lo económico el programa contradecía típicamente la crítica previa, al asegurar “plenas garantías pa­ra los capitales foráneos invertidos o a invertirse”, etc.
La proclama ilustraba los dos aspectos que en aquellos tiempos iniciales de la resistencia, caracterizaron al peronismo: una obvia aptitud para percibir los males que sufre en forma directa en cuanto fuerza popular mayoritaria; y una notable ambigüedad para diagnosticar las causas, convertirse en movi­miento revolucionario de fondo y abandonar definitivamente al enemigo las consignas electorales y las bellas palabras.
Por supuesto Valle actuó, y entregó su vida, y eso es mu­cho más que cualquier palabra. La comprensión de su actitud es hoy más fácil que hace diez años; será más fácil aún en el futuro; su figura crecerá justicieramente en la memoria del pueblo, junto con la convicción de que el triunfo de su movi­miento hubiera ahorrado al país la vergonzosa etapa que le siguió, esta segunda década infame que estamos viviendo.
La historia del levantamiento es corta. Entre el comienzo de las operaciones y la reducción del último foco revolucio­nario transcurren menos de doce horas.
En Campo de Mayo los rebeldes encabezados por los co­roneles Cortínez e Ibazeta se han apoderado de la agrupación infantería de la escuela de suboficiales y la agrupación servi­cios de la 1ª división blindada; pero la ocupación de la escue­la de suboficiales fracasa después de un corto tiroteo y el gru­po atacante queda aislado.1
A las once de la noche un grupo de suboficiales se subleva en la Escuela de Mecánica del Ejército, pero deben ren­dirse después de un tiroteo.
En Avellaneda, en las inmediaciones del Comando de la Segunda Región Militar, se producen dos o tres escaramuzas entre rebeldes y policías. Éstos toman algunos prisioneros. Después irrumpen en la Escuela Industrial y sorprenden al te­niente coronel José Irigoyen, con un grupo que pretendía ins­talar allí el comando de Valle y una emisora clandestina. La represión es fulminante. Dieciocho civiles y dos militares son sometidos a juicio sumario en la Unidad Regional de Lanús. Seis de ellos serán fusilados: Irigoyen, el capitán Costa­les, Dante Lugo, Osvaldo Albedro y los hermanos Clemente y Norberto Ros. Dirige este procedimiento el subjefe de Poli­cía de la provincia, capitán de corbeta aviador naval Salvador Ambroggio.
Los tiros de gracia corren por cuenta del inspec­tor mayor Daniel Juárez. Con fines intimidatorios, el gobierno anunció esa madrugada que los fusilados eran dieciocho.
En La Plata, una bomba lanzada contra una zapatería cén­trica parece ser la señal que aguardan los rebeldes para en­trar en acción. En el regimiento 7, el capitán Morganti suble­va la compañía bajo su comando. Grupos de civiles toman las centrales telefónicas. En las calles céntricas, numerosos transeúntes estupefactos ven pasar varios tanques Sherman, seguidos por camiones cargados con tropas que a toda velo­cidad se dirigen al Comando de la Segunda División y el De­partamento de Policía. En éste hay apenas veinte vigilantes mal armados. Ni el jefe ni el subjefe se encuentran en él. El primero está revisando los muebles de don Horacio di Chiano, en Florida. El segundo, dirigiendo la represión en Avella­neda y Lanús.
Va a comenzar la lucha más espectacular de toda la inten­tona revolucionaria. Se dispararán alrededor de cien mil ti­ros, según un cálculo oficioso. Habrá media docena de muertos y unos veinte heridos. Pero las fuerzas rebeldes, cuya su­perioridad material es a primera vista abrumadora en ese mo­mento, no conseguirían ni el más efímero de los éxitos.
Noventa y nueve de cada cien habitantes del país ignoran lo que está pasando. En la misma ciudad de La Plata, donde el tiroteo se prolonga incesantemente toda la noche, son mu­chos los que duermen y sólo a la mañana siguiente se enteran.
A las 23.56 Radio del Estado, la voz oficial de la Nación, deja de ofrecer música de Stravinsky y pone en el aire la mar­cha con que cierra habitualmente sus programas. La voz del “speaker” se despide hasta el día siguiente a la hora de cos­tumbre. A las 24 se interrumpe la transmisión. Todo ello consta en el Libro de Locutores de Radio del Estado, en uso entonces, en la página 51, rubricada por el locutor Gutenberg Pérez.
No se ha pronunciado una sola palabra sobre los aconte­cimientos subversivos. No se ha hecho la más remota alusión a la ley marcial, que como toda ley debe ser promulgada, anunciada públicamente antes de entrar en vigencia.
A las 24 horas del 9 de junio de 1956, pues, no rige la ley marcial en ningún punto del territorio de la Nación.
Pero ya ha sido aplicada. Y se aplicará luego a hombres capturados antes de su imperio, y sin que exista –como existió, en Avellaneda– la excusa de haberlos sorprendido con las armas en la mano.

1 Puede encontrarse un relato detallado de las operaciones y de la represión subsi­guiente en el libro de Salvador Ferla Mártires y verdugos, publicado en 1964.
PRIMERA PLANA N° 485, 16 de mayo de 1972.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar

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