por Andrés Fevrier
Siempre intuí que Denzel Washington era el mejor actor del mundo, aunque recién me di cuenta hace unos pocos años. Es decir, el tipo aparecía en películas que me gustaban, que me hacían sentir bien en una sala de cine al margen de sus muy diversas cualidades y calidades, pero nunca me había detenido en él. Cuando lo vi hacer piruetas imposibles en el avión de El vuelo (2012) para salvar la vida de cientos de pasajeros advertí -como nunca hasta entonces- una presencia poderosa, que transmite una seguridad capaz de hacernos creer hasta lo imposible. Pero también descubrí, mientras avanzaba la película, a un tipo frágil, temeroso, acorralado.
Por obra y gracia de los Cahiers, los cinéfilos solemos estar más atentos a los directores que a los actores. Pero siempre tenemos algún favorito. Mejor si es medio desconocido para el gran público, un eterno secundario jamás alcanzado por reconocimientos de los que parecen dar prestigio, esa clase de descubrimiento que creemos personal y que genera un pacto casi secreto de reconocimiento frente a la pantalla. Podría mencionar a Brian Dennehy o Michael Ironside, caras repetidas en tantas felices tardes de adolescencia frente al VHS. El caso de Denzel es distinto: es una estrella reconocida en todo el mundo, que estuvo seis veces nominado a un Oscar, siete a un Globo de Oro y ganó dos Osos de Plata en Berlín, que desde hace dos décadas encabeza los créditos de todas sus películas, por lo que cada año la prensa habla de “la nueva de Denzel Washington”. Entonces me puse a ver, rever o revisar todas las de Denzel, las recientes y las viejas. De ahí salieron estos apuntes desordenados.
Datos (in)útiles I. Sin sumar cuatro telefilms, Denzel apareció hasta hoy en los créditos de 43 películas. En once interpretó a policías o agentes federales, en ocho fue un militar o un soldado, en seis representó a personajes históricos (en orden de aparición: Stephen Bantu Biko, Malcolm X, Rubin “Huracán” Carter, Herman Boone, Melvin Beaunorus Tolson y Frank Lucas) y en otra media docena fue un trabajador ordinario frente a una situación extraordinaria. Fue abogado y periodista. Una vez fue un ángel, otra un fantasma. Y en una ocasión interpretó a un príncipe shakesperiano.
Datos biográficos. Denzel -muchos lo pronuncian Denzél– nació el 28 de diciembre de 1954 en Mount Vernon, cerca de la ciudad de Nueva York. Hijo de un predicador y de la dueña de un salón de belleza, fue el segundo de tres hermanos. Después de la separación de sus padres a fines de los sesenta, de algunas mudanzas y de varios cambios de escuela (llegó a estudiar periodismo) se decidió por la actuación. Hizo teatro en Nueva York, vio acción en un par de telefilms y tuvo un debut cinematográfico acorde a lo que podía pretender un desconocido actor negro en el Hollywood de entonces: lo asesinó Charles Bronson en un oscuro y sucio callejón neoyorkino en El vengador anónimo (1974), en una ínfima participación fuera de créditos.
Señas particulares. La manera de andar, con los hombros ligeramente inclinados hacia adelante y ese paso rítmico, entre cauteloso y confidente. Una pequeña, a veces casi imperceptible cicatriz sobre la ceja derecha. La forma en que contrae el mentón, que a lo largo de los años comenzó a adquirir una juguetona vida propia. El modo elegantemente callejero en que mastica los chicles, deslizando el maxilar hacia los lados. Las manos que frotan insistentemente la cabeza cuando su personaje está nervioso o intenta aclarar ideas. Del susurro al grito, las mil y un maneras de decir “I guarantee it” (“Te lo garantizo”). La seguridad que transmite cuando toma decisiones en momentos límite. Incluso en sus peores películas (y tiene unas cuantas malas, como todo actor exitoso que casi no salió del mainstream) Denzel es siempre una figura poderosa en la pantalla.
Comienzos. Lo racial es un tema central en sus inicios. Su primer rol acreditado en el cine llegó con Un toque de color (1981), olvidada aunque interesante comedia de Michael Schultz, el director negro más reconocido en la industria durante los setenta y primeros ochenta. El protagonista es George Segal, un tipo exitoso que vive en un millonario y sexualmente reprimido barrio blanco de California. Un día se entera de que tiene un hijo negro (Denzel) producto de una vieja relación clandestina, y comienza a sufrir la marginación de familiares, colegas y amigos. La película maneja bastante bien el humor a partir de los prejuicios raciales, pero es en los últimos minutos, cuando el drama se impone a la comedia, donde Denzel mejor desarrolla sus habilidades, sobre todo en la escena del encuentro entre padre e hijo en la cárcel.
Su siguiente película incursionó en el mismo tema desde otro lugar. La historia de un soldado (1984) narra la investigación del asesinato de un sargento negro en un batallón de Luisiana durante los últimos años de la Segunda Guerra Mundial. A Denzel, que ya había interpretado la historia en el off Broadway, le tocó un papel pequeño pero importante en esta especie de whodunit castrense que, como otras películas de Norman Jewison, tiene buenas ideas pero se resuelve de modo candoroso. Otra vez, Denzel se luce en el final, en la escena en la que admite sin remordimiento su culpabilidad por el crimen.
Directores. Siete realizadores trabajaron con Denzel en más de una ocasión. Pero sólo tres hicieron con él más de dos películas. Uno es Edward Zwick, que por la chatura y confusión ideológica de su obra (Tiempos de gloria, que no está del todo mal, las espantosas Valor bajo fuego y Contra el enemigo) no merece mayores comentarios. Los otros dos ayudaron, de modos muy distintos, a configurar su figura, uno en el cine de acción y otro en el drama.
Tony Scott, narrador siempre eficaz, lo transformó en distintas versiones de héroe: el militar pacifista (oxímoron que sólo el bueno de los Scott puede volver verosímil) de Marea roja (1995); el vengador jodidamente implacable de Hombre en llamas (2004); el romántico viajante temporal deDéjà Vu (2006); el obstinado empleado del subte en Rescate del metro 1 2 3 (2009); el héroe ferroviario de la clase trabajadora de Imparable (2010). Todas las películas de la dupla Scott-Denzel son buenas, aunque alguna nos resulte políticamente molesta. Pero además es ahí donde Denzel vivió una especie de traspaso simbólico. En Marea Roja, primera colaboración entre director y actor, el teniente que interpreta Denzel releva de su puesto -en una escena tensa y notable- al capitán al mando del submarino (nada menos que Gene Hackman). “No estás preparado aún para tomar decisiones difíciles”, se queja el capitán, pero luego advierte que el teniente resolvió bien la cuestión y decide pasarle la posta. En Imparable-última colaboración con Scott, que murió en 2012-, acaso algo cansado después de tantas proezas, Denzel le pasó la posta a Chris Pine (un actor que probablemente no esté a la altura del desafío, pero ese es otro cantar). Algo similar haría luego, medio desamparado sin Scott, con Ryan Reynolds (otro que no da la talla) en Protegiendo al enemigo (2012), una de espías bastante pasable donde Denzel la rompe en un puñado de breves escenas junto a Liam Cunningham y Rubén Blades.
Spike Lee, acaso el único que podría considerarse auteur de todos los que lo dirigieron, lo ubicó en cambio como diferentes hombres complejos que atraviesan el pecado y luego buscan la redención: el trompetista caído en desgracia de Mo’ Better Blues (1990); el contradictorio Malcolm X de, obvio, Malcolm X (1992); el exigente padre de El juego sagrado (1998, una de las mejores interpretaciones de Denzel, increíblemente subvalorada). Lee también realizó El plan perfecto (2006), excelente thriller por encargo en el que coló con habilidad muchos de sus temas habituales. Y en el que Denzel sobresale en medio de un notable elenco.
Momentos I. Pocos recuerdan la participación de Denzel en El precio del poder (1986), de Sidney Lumet, donde encarna al turbio lobbista Arnold Billings. En un momento el publicista Pete St. John (Richard Gere, el protagonista) irrumpe enojado en su oficina. Se queja de que le pincharon los teléfonos y le sabotearon su avión privado. Billings se le caga de risa. Le dice, en unas líneas que explicitan una de las ideas centrales de la película: “Sólo intentábamos hacerte saber que si nos querías cagar podía pasarte algo malo. Ese es el mensaje. Lo del avión y los teléfonos fueron simples ilustraciones teatrales”. En poco más de dos minutos Denzel pasa de la carcajada a la amenaza severa para volver a la sonrisa y se deglute la película toda.
La cuestión racial. Un actor negro que se empeñaba en progresar dentro del mainstream en los ochenta difícilmente pudiera aspirar a roles que no estuvieran vinculados al maltrato y la discriminación que históricamente sufrieron los afroamericanos en Estados Unidos. Lo había demostrado dos décadas antes Sidney Poitier, primera estrella negra de Hollywood, referente y amigo de Denzel: en sus películas más recordadas y exitosas (Al maestro con cariño, Al calor de la noche, ¿Sabes quién viene a cenar?) la cuestión racial era central. Poitier no podía más que “hacer de negro”, y además debía ser un negro ejemplar. En plena ebullición de los movimientos por los derechos civiles, con los cadáveres aún calientes de Malcolm X y Martin Luther King, su figura fue muy discutida dentro de la comunidad afroamericana. ¿Era el negro que le abriría las puertas a los demás o el que llegó para mantener el status quo? Lo más probable es que en aquellos años la única posibilidad que tenía un afroamericano de hacer algo distinto fuera arreglárselas por su cuenta, como demostró Melvin Van Peebles cuando escribió, produjo, dirigió, protagonizó, musicalizó, editó y estrenó la seminal Sweet Sweetback’s Baadasssss Song (1971).
A principios de los noventa la situación estaba lejos de ser la ideal, pero algunas cosas habían cambiado. Realizadores negros como Spike Lee, Robert Townsend, John Singleton y Julie Dash comenzaban a hacerse oír. A partir de la exitosa y agradable El informe Pelícano (1993), en la que interpreta a un profesional exitoso que no debe dar explicaciones por el color de su piel, Denzel logró trascender la figura de Poitier. Hasta entonces, con un par de excepciones menores, la cuestión racial era central en sus películas. Pero mientras los actores negros parecían relegados dentro del mainstream a la comedia (Richard Pryor, Eddie Murphy) o las películas de acción (Wesley Snipes), Denzel comenzó a tener roles protagónicos más allá del color de su piel hasta convertirse en una estrella. De todos modos, la cuestión racial nunca dejó de ser una constante en gran parte de su filmografía, como había sido poco antes el sufrido romance interracial de la interesante Mississippi Masala (1991) o sería más tarde la conflictiva convivencia entre negros y blancos en el equipo de fútbol americano de Duelo de titanes (2000), película genuinamente emocionante aunque de resolución voluntarista.
Los Oscar. La primera candidatura llegó por Grito de libertad (1987), convencional drama histórico de Richard Attenborough, donde su interpretación del activista negro anti-apartheid Steve Biko le otorga dimensión política a una película blanco-salva-negros que a medida que avanza va decantando hacia la aventura. El premio como actor de reparto por Tiempos de gloria estaba cantado, sobre todo por la escena de los latigazos, que Denzel resolvió con una dignidad dolorosa y conmovedora muy al gusto de la industria. Por Malcolm X, gran película e interpretación, lo nominaron por compromiso y perdió ante una de las más espantosas actuaciones jamás premiadas (igual te queremos, Al Pacino). En Huracán (1999) se cargó en sus espaldas una gran historia otra vez mal resuelta por Jewison: la filosofía y gestualidad del protagonista es lo único realmente interesante. Y en marzo de 2002 llegó aquella predecible noche en la que Hollywood pretendió celebrar con pompas el “fin del racismo” y, además de Denzel -muy merecido reconocimiento por Día de entrenamiento (2001)-, premió a Halle Berry y distinguió la trayectoria de Poitier (y eligió como mejor película a Una mente brillante, pero por suerte casi nadie lo recuerda).
Director. Como Sidney Poitier en los setenta, en la primera década del nuevo milenio Denzel comenzó a dirigir sus propias películas. Por ahora son dos, ambas bastante convencionales y con una fuerte presencia de la cuestión racial. El triunfo del espíritu: Antwone Fisher (2002) cuenta con más ganas de emocionar que de reflexionar la historia real de un negro que luego de una vida de maltratos encuentra a la marina estadounidense como adorable padre adoptivo. Denzel interpreta allí, medio en piloto automático, a un psiquiatra castrense que mientras ayuda al joven Fisher va desenredando sus propios problemas. La otra película es mejor: The Great Debaters (2007), basada en otra historia real, ahora la del poeta negro Melvin B. Tolson en su lucha por lograr la igualdad de oportunidades para los estudiantes negros en el sur estadounidense de los años treinta. Aunque algo chata en cuanto a fondo y forma, tiene una escena extraordinaria. Un negro, docente universitario (Forest Whitaker), viaja con su familia en auto cuando, de imprevisto, se le cruza un chancho en el camino. Lo atropella y lo mata, y entonces aparecen un par de blancos, dueños del animal. Temeroso, el hombre baja del coche y les ofrece pagarles por la pérdida que les produjo el accidente. Les ofrece endosarles el cheque de su salario mensual, pero los blancos no saben qué es eso y le exigen que se los muestre. Lo firma y se los da. “Más te vale que sea bueno”, le advierten, y lo obligan a ayudarlos a mover el chanco del camino. La humillación a la que se ve sometido un hombre culto frente a dos blancos ignorantes.
Para la estadística quedará que The Great Debaters fue la primera película en incluir en su elenco a dos negros ganadores del Oscar a mejor actor: Denzel y Whitaker.
Momentos II. Su rol en Filadelfia (1993), de Jonathan Demme, es extraordinario. Particularmente la escena en la que irrumpe desvergonzadamente en el VIP del estadio de los Philadelphia 76ers para entregar una citación judicial, pochoclo en mano, al personaje de Jason Robards y, de paso, saluda a Julius Erving y le entrega una tarjeta por si alguna vez necesita un abogado. “Una caída, accidentes, lo que sea, hacémelo saber”, le dice al gran Dr. J.
Vida privada. Casi nada para decir. Denzel es un tipo de perfil muy bajo. Está casado con la misma mujer desde 1983 y tiene cuatro hijos. Vive en Los Angeles. Una vez le preguntaron si le gustaría ser gobernador de California. “Si no fuera actor nunca habría estado en California”, respondió. Una de sus hijas quiere ser actriz, y así la aconsejó, según contó en una entrevista con The Hollywood Reporter: “Sos mujer y sos una negra de piel oscura. Tenés que saber actuar, cantar, bailar. Olvidate de querer ser como esas chicas lindas, porque en el cine un actor tiene 70 años y su pareja en la ficción 20. Pero para una actriz que llega a los 40, si no tiene habilidades, las puertas van a estar cerradas. Tu modelo tiene que ser Viola Davis”. Ojalá que más adelante también le aconseje tomar mejores roles que la talentosa protagonista de Historias cruzadas (2011).
Comedias. Sus nominaciones a los premios Oscar fueron por papeles dramáticos. Pero Denzel también mostró ocasionalmente condiciones para la comedia (hizo cinco, la mayoría en la primera mitad de su carrera), y logró salir bien parado en películas no siempre interesantes. En la muy fallida Mi amigo el fantasma (1990) compone con elegante solvencia a un sofisticado abogado, contrapunto cómico del grasiento policía interpretado por Bob Hoskins. En la shakesperiana Mucho ruido y pocas nueces (1993), adaptación adecuadamente liviana de Kenneth Branagh, es un varonil y alegre casamentero en contraposición con cierto amaneramiento del director y protagonista. En la espantosa Como caído del cielo(1996) baila con encantadora desfachatez junto a Whitney Houston. En Dos armas letales (2013) se la pasa boludeando alegremente junto a Mark Wahlberg en medio de una lluvia de balas, guita y droga.
Momentos III. Poseídos (1998) pasó bastante desapercibida en su momento, pero vale la pena pegarle una revisada. Este thriller sobrenatural de Gregory Hoblit, indudablemente influido por el éxito de Pecados capitales (1995), tiene un espíritu bastante lúdico: de entrada deja en claro sus reglas e invita al espectador a participar del juego y averiguar cómo atrapar al asesino. Pasada la mitad del relato, cuando el policía interpretado por Denzel está enredado en un problema sin salida aparente, se produce un gran diálogo con un compañero (John Goodman) en la comisaría, de madrugada, mientras afuera diluvia. Charlan livianamente sobre el sentido de la vida, y aquí Denzel -alguna vez criticado por excesivo- se pone al servicio de la narración. Las palmas se las lleva Goodman (sobre todo cuando dice “Según mi esposa cada uno tiene un propósito. El de ella es la lasaña”, levanta las dejas y cierra los ojos), y Denzel se limita a acompañar con palabras y gestos precisos.
Las malas. Denzel casi no filmó fuera de Estados Unidos ni se involucró en realizaciones independientes. Tantos años dentro del mainstreamdejaron algunos bodrios irredimibles. Arma letal (1991) es una de sus peores películas y su peor actuación, sobre todo en una escena en que lo secuestran, lo drogan y lo fuerzan a coger con una mujer blanca. Asesino virtual (1995) es una porquería high-tech colgada del éxito de El demoledor (1993), aunque al menos ahí Denzel, barbudo y con rastas, logra hacer interesante una escena en la que lo interrogan y le hacen una rebuscada propuesta. En John Q. (2002) le pone dignidad al intento de suicidio, el momento más indigno de la película (que muchos tildaron de miserable, pero creo que de tan, tan, tan predecible se vuelve transparente y, por lo tanto, irrelevante). En El libro de los secretos (2010), insoportable panfleto religioso, se ve obligado a una actuación tramposa. Pero la peor de todas es El coleccionista de huesos (1999), un thriller imposible en el que la cara de Denzel -única parte del cuerpo que su personaje, postrado en una cama, puede mover- se bate a duelo a puro plano y contraplano con los carnosos labios de Angelina Jolie cuando aún era linda.
Datos (in)útiles II. Denzel actuó en tres remakes: Como caído del cielo, El embajador del miedo (2004) y Rescate del metro 1 2 3. En nueve películas su personaje muere (diez si sumamos El vengador anónimo). En cuatro juega al básquet. En un par suena Simpatía por el diablo, de los Rolling Stones, y en ambas aparece John Goodman. Dos veces le implantaron un chip en el cerebro. Tres veces besó a una mujer blanca: Amanda Redman en Por la Reina y la patria (1988), Milla Jovovich en El juego sagrado y Kelly Reilly en El vuelo. Si creen que este último dato es irrelevante -debería serlo, pero estamos hablando de Estados Unidos- googleen Why Denzel Washington never kisses a white woman y verán.
Y más momentos. El modo de agacharse, con el teléfono en una mano y el saco en la otra, cuando advierte que su fuente se dio cuenta de que le está mintiendo en El informe Pelícano. El primer encuentro con el desquiciado personaje de Don Cheadle en El demonio vestido de azul(1995), mediano film noir de Carl Franklin. La didáctica crueldad con la que le explica a un mexicano que tiene una bomba en el culo en Hombre en llamas. La forma en que dice “procedimiento invasivo”, con el índice en la sien y los dientes apretados contra el labio, en El embajador del miedo. En Déjà Vu logra involucrarnos emocionalmente en una de las persecuciones más disparatadas de la historia del cine. La pedantería con la que suspende su desayuno, sale a liquidar con suficiencia al personaje de Idris Elba y regresa a la mesa en Gánster americano (2007). La charla con Melissa Leo en el jardín (“No vino a buscar ayuda, vino a buscar permiso”) de El justiciero (2014).
Y también hay otro tipo de momentos, los nuestros. En un afiche se lo ve a Denzel con lentes oscuros y camisa hawaiana. La imagen lo congela caminando, con la mirada hacia un lado y una pistola en la mano izquierda. Tiene un reloj en la muñeca y el fondo, impreciso, es de un tórrido dorado. No deja dudas. La película podrá no ser muy buena -de hecho Tiempo límite (2003) no lo es-, pero esa sola imagen ya es una garantía. Difícilmente la pasemos mal mientras Denzel resuelve sobre la hora todo tipo de problemas.
Recomendaciones. Sus papeles más celebrados son recordados por todos. Así que vamos a recomendar dos películas suyas no muy conocidas. La primera es fallida aunque interesante, especialmente en estas pampas: Por la Reina y la patria, que ofrece una mirada desde el lado inglés de las consecuencias de la Guerra de Malvinas. Denzel interpreta a un santaluciano que combatió por Gran Bretaña en las islas y que, de regreso a Inglaterra, sufre todo tipo de maltratos y desprecio en una especie de Lugano I y II londinense castigado por años de thatcherismo. La otra es The Mighty Quinn (1989), primera película estadounidense de Carl Schenkel, que en Argentina se editó en VHS como A espaldas de la ley y a principios de los noventa se solía programar en las madrugadas del cable como Caribe caliente. Policial estilizado y bastante juguetón (de a ratos es casi un musical, con una versión reggae de la canción homónima de Bob Dylan como leitmotiv), aquí Denzel es el jefe de policía de una ficticia isla caribeña que investiga un crimen que, de entrada, parece involucrar a altas esferas del poder. En el Chicago Sun-Times, Roger Ebert le dio la máxima calificación y, profético, elogió la actuación del aún no muy conocido Denzel: “Me recuerda fácilmente a Robert Mitchum, Michael Caine o Sean Connery en las mejores películas de Bond, capaz de ser duro y suave al mismo tiempo, capaz de jugar al héroe y de todos modos no tomarse a sí mismo demasiado en serio”. En los noventa Denzel debió haber sido el primer James Bond negro, pero Albert Broccoli y sus herederos no se animaron.
El vuelo. Y volvemos al principio. Después de una década de dramas menores o películas de acción (lo que no es poco si está involucrado Tony Scott, un tipo con un sentido del ritmo y el montaje que más de un Michael Bay debería envidiar) Denzel demostró que seguía en plena forma. Robert Zemeckis, director desparejo si los hay, se despachó con una gran película y el capitán Whip Whitaker de Denzel se convirtió, de la proeza aérea del comienzo a la fragilidad del final, en uno de los personajes inolvidables del Hollywood reciente. Una crítica de la película en el blogMorir en Venecia -que sólo por la generosidad de su autora lleva mi nombre a pie de página- dio en el blanco: “Nunca lo habíamos visto a Denzel Washington así, tan titánico y a la vez tan frágil, con tanta tristeza y con tanta necesidad de hundir la cabeza como una tortuga. El, un actor de porte volcánico, de grandes parlamentos, sonrisa insuperable y dicción contundente, aquí muchas veces se ve obligado a hablar entre dientes, avergonzado, como cuando le pide a una colega que mienta por él, cuando no lo vemos directamente mascullar incongruencias mientras agita una botella vacía. Es extraordinaria toda la secuencia en el hotel previa al temido interrogatorio: allí el actor condensa en cada temblor toda la ansiedad del personaje y su subversiva abstinencia, para llegar finalmente a ese plano brutal que lo muestra tumbado en el baño, con un rastro de sangre que certifica su estado de inconsciencia. Denzel nos da la espalda, casi no vemos su cara, pero uno no puede dejar de sentir sobre los propios hombros la gravedad de ese físico inmenso y vencido que desde algún lugar callado clama por auxilio, y al que a la vez sólo le queda resto para entregarse al abandono”. Por El vuelo consiguió una nominación al Oscar, la sexta, pero sabemos que la Academia se deslumbra cada vez que Daniel Day-Lewis se pasa de rosca frente a cámara.
Futuro. El último domingo del año pasado Denzel cumplió 60 años, aunque aparenta unos cuantos menos. Parece que lo que viene será una enésima remake de Los siete samuráis, con Antoine Fuqua nuevamente detrás de cámaras. Ahí estaremos, otra vez, a la espera de “la nueva de Denzel”.
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